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9780307745224

La pirámide roja

by
  • ISBN13:

    9780307745224

  • ISBN10:

    0307745228

  • Format: Trade Paper
  • Copyright: 2012-01-10
  • Publisher: Vintage Espanol
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Summary

Nos quedan solo unas horas, así que escucha con atención. Si estás oyendo esta historia, ya corres peligro. Mi hermana Sadie y yo podríamos ser tu única esperanza. Todo empezó en Londres, la noche en que nuestro padre hizo explotar el Museo Británico con un extraño conjuro. Fue entonces cuando nos enteramos de que, además de un reconocido arqueólogo, era una especie de mago del Anti­guo Egipto. Rodeado de valiosas antigüedades, empezó a entonar extrañas palabras. Algo debió de salir mal porque la sala quedó reducida a escombros; Set, el dios del caos, apareció de la nada envuelto en llamas y a nuestro padre se lo tragó la tierra… No puedo decirte nada más; el resto deberás descubrirlo tú.

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Excerpts

1. Una muerte en la Aguja
 
Tenemos solo unas pocas horas, así que escucha con atención. Si estás oyendo esta historia, ya corres peligro. Sadie y yo podríamos ser tu única esperanza.
 
Ve a la escuela. Busca la taquilla. No voy a decirte qué escuela ni cuál es la taquilla, porque, si eres la persona adecuada, la encontrarás. La combinación es 13-32-33. Cuando termines de escuchar esto, sabrás lo que significan esos números. No olvides que la historia que vamos a contarte todavía no está acabada. Su final depende de ti.
 
Lo más importante de todo: cuando abras el paquete y encuentres lo que contiene, no te lo quedes más de una semana, pase lo que pase. Te será difícil deshacerte de él, eso seguro. Al fin y al cabo, te proporcionará un poder casi ilimitado. Pero, si lo conservas demasiado tiempo, te consumirá. Aprende sus secretos rápidamente y pásaselo al siguiente. Ocúltalo para la siguiente persona, del mismo modo que hemos hecho Sadie y yo para ti. A partir de ese momento, prepárate para que tu vida se vuelva muy, muy interesante.
 
Vale, me dice Sadie que deje de andarme por las ramas y me ponga con la historia. Bien. Supongo que todo empezó en Londres, la noche en que nuestro padre hizo explotar el Museo Británico.
 
 
Me llamo Carter Kane. Tengo catorce años de edad y mi hogar es una maleta.
 
¿Crees que estoy de broma? Desde que tenía ocho años, mi padre y yo estuvimos viajando por el mundo. Nací en Los Ángeles, pero mi padre es arqueólogo y su trabajo le obliga a moverse por todas partes. Vamos sobre todo a Egipto, ya que es su especialidad. Si vas a una librería y buscas algún libro sobre Egipto, hay bastantes probabilidades de que esté escrito por el doctor Julius Kane. ¿Quieres saber cómo sacaban los cerebros de las momias, o cómo construyeron las pirámides, o cómo maldijeron la tumba del rey Tut? Pregúntale a él. Por supuesto, mi padre tenía otras razones para moverse tanto por el mundo, pero entonces yo aún no conocía su secreto.
 
No fui al colegio. Mi padre me enseñaba en casa, si se puede llamar a algo enseñanza «en casa» cuando no se tiene casa. A grandes rasgos, me enseñó lo que él pensaba que era importante en cada momento, por lo que aprendí mucho sobre Egipto, sobre estadísticas de baloncesto y sobre sus músicos favoritos. Además, yo leía mucho (prácticamente todo lo que caía en mis manos, desde los libros de historia de mi padre hasta novelas de fantasía), porque pasaba casi todo el tiempo sentado en hoteles, aeropuertos y excavaciones, en países donde no conocía a nadie. Mi padre siempre me decía que dejara el libro y jugara un poco al baloncesto. ¿Alguna vez has intentado montar equipos para echar un partido en Asuán, Egipto? No es tarea fácil.
 
El caso es que mi padre me enseñó desde pequeño a tener todas mis posesiones en una sola maleta que pudiera llevar como equipaje de mano en los aviones. Él tenía sus cosas guardadas del mismo modo, solo que además llevaba una bolsa de trabajo con sus herramientas de arqueología. Regla número uno: yo tenía prohibido mirar en su bolsa de trabajo. Una regla que nunca violé hasta el día de la explosión.
 
 
Sucedió en Nochebuena. Estábamos en Londres porque nos tocaba visitar a mi hermana, Sadie.
 
Papá solo podía pasar con ella dos días al año, uno en invierno y otro en verano, porque resulta que nuestros abuelos le odian. Cuando murió nuestra madre, los padres de ella (nuestros abuelos) entablaron una intensa batalla contra él en los tribunales. Después de seis abogados, dos peleas a puñetazos y un ataque casi letal con una espátula —no preguntes—, mis abuelos se hicieron con la custodia de Sadie en Inglaterra. Ella tenía solo seis años, dos menos que yo, y los abuelos no podían mantenernos a los dos… o al menos esa fue la excusa que pusieron para no adoptarme a mí. Por tanto, Sadie creció como una alumna de escuela británica, y yo viajé por ahí con mi padre. Solo veíamos a Sadie dos veces al año, lo cual a mí me parecía bien.
 
[Cierra el pico, Sadie. Sí, sí, ya llego a esa parte.]
 
Bueno, total, que mi padre y yo acabábamos de aterrizar en Heathrow después de sufrir un par de retrasos. Era una tarde lluviosa y fría. Mi padre dio la sensación de estar un poco nervioso durante todo el trayecto en taxi hasta la ciudad, y eso que es un tío grandote y no parece que vaya a ponerse nervioso por nada. Tiene la piel del mismo tono marrón oscuro que yo, ojos castaños y penetrantes, se afeita la cabeza y lleva perilla, lo que le da aspecto de científico maligno aficionado. Aquella tarde llevaba puesto su abrigo de cachemira y su mejor traje marrón, el que utilizaba para dar sus conferencias. Por lo general, emana tanta confianza que domina cualquier habitación donde entre, pero en algunas ocasiones, como ese día, mostraba una faceta distinta que yo no comprendía del todo. Miraba una y otra vez por encima del hombro, como si nos ersiguiera
alguien.
 
—¿Papá? —dije mientras salíamos de la A-40—. ¿Qué pasa?
 
—Ni rastro de ellos —murmuró. Entonces debió de darse cuenta de que lo había dicho en voz alta, porque me miró como sorprendido—.  Nada, Carter. Todo va bien.
 
Lo cual no me tranquilizó para nada, porque mi padre miente fatal. Yo siempre lo notaba cuando me ocultaba algo, pero también sabía que no le sacaría la verdad por mucho que le diera la lata. Seguramente intentaba protegerme, aunque yo no habría sabido decir de qué. A veces me preguntaba si había algún secreto turbio en su pasado, si tal vez tenía algún viejo enemigo que le pisara los talones, pero la idea me parecía ridícula. Mi padre solo era un arqueólogo.
 
La otra cosa que me tenía en ascuas: mi padre estaba abrazado a su bolsa de trabajo. Cuando lo hace, suele significar que corremos peligro, como la vez en que unos pistoleros asaltaron nuestro hotel en El Cairo. Oí unos disparos en el vestíbulo y bajé corriendo para buscar a mi padre. Cuando llegué, él ya estaba cerrando la cremallera de su bolsa con toda la tranquilidad del mundo, y había tres pistoleros inconscientes colgando de la lámpara de araña, con las chilabas tapándoles las cabezas y los calzoncillos al aire. Papá aseguró a todo el mundo que no había visto nada de lo ocurrido, y al final la policía achacó el incidente a un fallo incomprensible en el mecanismo de la lámpara.
 
En otra ocasión nos sorprendieron unos disturbios que hubo en París. Mi padre se aproximó al coche aparcado que teníamos más cerca, me metió en el asiento trasero y me dijo que me escondiera. Yo me quedé tumbado en el suelo y cerré los ojos con fuerza. Oía a mi padre en el asiento del conductor, hurgando en su bolsa, murmurando para sí mismo mientras, fuera, la multitud destrozaba cosas. Pocos minutos después me dijo que ya podía levantarme. Todos los otros coches aparcados junto a la acera estaban volcados e incendiados. En cambio, el nuestro estaba recién lavado y encerado, y tenía varios billetes de veinte euros sujetos en el impiaparabrisas.
 
En resumen, con el tiempo, me había acostumbrado a respetar aquella bolsa. Era nuestro talismán de la buena suerte. Aun así, que mi padre la abrazara significaba que íbamos a necesitar esa Buena suerte.
 
Circulábamos por el centro de la ciudad en dirección al este, hacia el piso de mis abuelos. Pasamos por delante de las puertas dorados del Palacio de Buckingham y dejamos a un lado la gran columna de piedra que hay en Trafalgar Square. Londres mola bastante, pero, después de pasar tanto tiempo viajando, todas las ciudades empiezan a parecerse. A veces conozco a chicos que me dicen: «Uau, qué suerte tienes de hacer tantos viajes». Pero no es que pasemos todo el día haciendo turismo ni que tengamos mucho dinero para viajar con comodidad. Hemos dormido en sitios de lo más duros, y muy pocas veces permanecemos más de unos días en el mismo lugar. Lo normal es que tengamos más pinta de fugitivos que de turistas.
 
A ver, sería de locos pensar que el trabajo de mi padre es peligroso. Sus conferencias tienen títulos como «¿De verdad puede matarte la magia egipcia?», o «Castigos usuales en el inframundo egipcio», o historias de ese estilo que no importan a casi nadie. Pero, como estaba diciendo, también tiene esa otra faceta. Siempre va con mucho cuidado; registra a fondo las habitaciones de hotel antes de dejarme entrar a mí. Se mete a toda prisa en un museo para ver algunas piezas, toma cuatro notas y sale muy rápido de allí, como si le diera miedo que su cara apareciera en las grabaciones de seguridad.
 
Una vez, hace algún tiempo, cruzamos corriendo todo el aeropuerto Charles de Gaulle para coger un vuelo en el último minuto, y mi padre no se calmó hasta que el avión hubo despegado. En esa ocasión le pregunté directamente de qué estábamos huyendo, y me miró como si le acabara de quitar la anilla a una granada. Por un instante, temí que me contase la verdad. Entonces respondió:
 
—Carter, no es nada.
 
Lo dijo como si «nada» fuera lo más terrible del mundo. Después de eso, decidí que tal vez fuese mejor no indagar más.
 
 
Mis abuelos, el matrimonio Faust, viven en una zona residencial cercana al muelle Canary, en la misma orilla del río Támesis. El taxista nos dejó junto al bordillo de la acera, y mi padre le pidió que esperara.
 
Habíamos recorrido la mitad de la acera cuando mi padre se quedó petrificado. Se dio la vuelta para mirar hacia atrás.
 
—¿Qué pasa? —pregunté.
 
Entonces vi al hombre de la gabardina. Estaba en la acera de enfrente, apoyado en un árbol grande y muerto. Era un hombre muy fornido, con la tez de color café tostado. La gabardina y el traje negro de rayas parecían de los caros. Tenía el pelo largo y recogido en trencitas, y llevaba un sombrero fedora calado hasta las gafas, redondas y oscuras. Me recordó a un músico de jazz como los que mi padre siempre me obligaba a ver en directo. Aunque no veía los ojos del hombre, me dio la impresión de que nos observaba. Podría haberse tratado de algún viejo amigo o un colega de mi padre. Allá donde fuéramos, él siempre se encontraba con conocidos. Aun así, me pareció raro que el tío estuviera allí plantado, en la misma calle donde vivían mis abuelos. Además, no parecía contento.
 
—Carter —dijo mi padre—, ve tú por delante.
 
—Pero…
 
—Recoge a tu hermana. Nos reuniremos en el taxi.
 
Cruzó la calle en dirección al hombre de la gabardina y me dejó con dos alternativas: seguirle y enterarme de lo que pasaba o hacerle caso.
 
Elegí la opción ligeramente menos peligrosa de las dos. Fui a recogera mi hermana.
 
 
 
Sadie abrió la puerta sin darme tiempo de llamar siquiera.
 
—Tarde, como siempre —dijo.
 
Llevaba en brazos a su gata, Tarta, que había sido el regalo con que mi padre se despidió de ella seis años antes. Tarta no parecía envejecer ni engordar por mucho que pasaran los años. Su pelaje tenía las manchas amarillas y negras de un leopardo en miniatura, unos ojos amarillentos y despiertos y las orejas terminadas en punta, demasiado largas para su cabeza. Llevaba un colgante egipcio de plata sujeto al collar. En realidad, no se parecía en nada a una tarta, pero Sadie era muy pequeña cuando le puso el nombre, así que supongo que es mejor no tenérselo en cuenta.
 
Sadie tampoco había cambiado demasiado desde el verano anterior.
 
[Mientras grabo esto, la tengo de pie al lado mirándome con mala cara, así que tendré que andarme con cuidado para describirla.]
 
Nunca adivinarías que es hermana mía. Para empezar, lleva tanto tiempo viviendo en Inglaterra que ya se le ha pegado el acento británico. En segundo lugar, ha salido a nuestra madre, que era blanca, por lo que tiene la piel mucho más clara que la mía. Su pelo es del color del caramelo, no exactamente rubio, pero tampoco castaño, y suele teñírselo con mechas de colores vivos. Ese día llevaba mechas rojas por el lado izquierdo. Tiene los ojos azules. No miento. Azules, como los de nuestra madre. Con solo doce años, es exactamente igual de alta que yo, cosa que me fastidia  bastante, la verdad. Estaba mascando chicle como de costumbre, y para pasar el día con papá se había puesto unos vaqueros hechos polvo, chaqueta de cuero y botas militares, como si esperase ir a un concierto y liarse a pisotones con alguien. Llevaba unos auriculares colgando de los hombros, por si acaso se aburría de nuestra conversación.
 
[Muy bien, no me ha pegado, así que supongo que no la habré descrito mal del todo.]
 
—El avión se ha retrasado —le dije.
 
Ella hizo explotar una pompa de chicle, rascó la cabeza de Tarta y soltó a la gata dentro de la casa.
 
—¡Abuela, me voy!
 
Desde algún lugar, la abuela Faust contestó algo que no logré entender, aunque posiblemente sería: «¡Que no entren!».
 
Sadie cerró la puerta y me contempló como si viera a un ratón muerto que acabara de traerle la gata.
 
—Bueno, aquí estáis otra vez.
 
—Ajá.
 
—Pues vamos —dijo con un suspiro—. A ello.
 
Así era Sadie. Ni «Hola, ¿cómo ha ido estos seis meses? Me allegro de verte», ni nada por el estilo. Que conste, a mí me parecía bien. Cuando dos personas se ven solo dos veces al año, la relación es más de primos lejanos que de hermanos. No teníamos absolutamente nada en común excepto nuestros padres.
 
Bajamos la escalera despacio. Yo iba pensando que Sadie olía a casa de viejos mezclada con chicle cuando se detuvo tan de golpe que tropecé con ella.
 
—¿Quién es ese de ahí? —preguntó.
 
Casi me había olvidado del tipo de la gabardina. Estaba con mi padre al otro lado de la calzada, junto al árbol muerto, manteniendo lo que parecía una discusión seria. Mi padre se encontraba de espaldas y no se le veía la cara, pero gesticulaba como suele hacer cuando está nervioso. El otro tío tenía el ceño fruncido y negaba una y otra vez con la cabeza.
 
—No sé —respondí—. Cuando hemos aparcado, ya estaba ahí.
 
—Me suena de algo. —Sadie arrugó la frente como intentando recordar—. Vamos a verlo.
 
—Papá quiere que esperemos en el taxi —repliqué, aunque sabía que no serviría de nada.
 
Sadie ya estaba en movimiento. En vez de cruzar directamente la calle, salió corriendo acera arriba, recorrió media manzana ocultándose de coche en coche, cruzó al otro lado y se agachó detrás de un murito de piedra. Entonces empezó a aproximarse a nuestro padre con sigilo. Casi no tuve más remedio que seguirla, aunque me hizo sentir un poco idiota.

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