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9780307743466

Tesoros desde el ático

by
  • ISBN13:

    9780307743466

  • ISBN10:

    0307743462

  • Format: Trade Paper
  • Copyright: 2011-04-19
  • Publisher: Vintage Espanol
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Summary

"Originalmente publicado en aleman como Gr'usse und K'usse an alle: Die Geschichte der Familie von Anne Frank por S. Fischer Verlag Gmbh, Frankfurt, en 2009"--T.p. verso.

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Excerpts

I. Alice Frank, de soltera Stern

(1865-1953)

Abuela de Ana

Muchas cosas buenas y bonitas

Basilea, 1935

Alice mira por la ventana que da a la calle, con el brazo apoyado en el alféizar, y observa a través del cristal cómo el atardecer se va adueñando de la ciudad. Le encanta ese momento, esos instantes azulados entre el día y la noche. Un hombre dobla la esquina. Es el italiano que vive en el sótano de la casa que hay casi enfrente; acarrea un saco lleno de carbón o de patatas. Alice no puede distinguirlo bien en la penumbra, pero sí ve que la puerta se abre de par en par y que dos pequeños, un niño y una niña, salen corriendo. El hombre, al verlos, deja el saco, extiende los brazos, y abraza y hace girar a los niños: primero a ella y luego a él. Al verlo, Alice siente una punzada en su interior: así cogía Michael a sus hijos cuando volvía a casa y los pequeños daban chillidos y gritos de contento, igual que esos dos pequeños de ahí abajo, al otro lado de la calle, cuyas voces de entusiasmo ella oye incluso a través de la ventana cerrada del segundo piso.

Se da la vuelta. Se queda quieta, con la espalda apoyada en la ventana, y posa la mirada en el gran cuadro ovalado de marco dorado que cuelga de la pared. Escruta a la niña que fue en otro tiempo, y se pregunta si de pequeña ella saludaba así a su padre. Seguramente no. August Stern era un hombre serio y circunspecto, del cual la fräulein hablaba siempre en voz baja y con profundo respeto. A Alice le resulta imposible imaginar que él pudiera haber hecho revolotear a un niño en sus brazos.

Con esa luz, la niña del cuadro no se distingue con claridad, pero no importa; Alice es capaz de verla incluso con los ojos cerrados, no le hace falta ninguna luz. No recuerda exactamente cuántos años tenía cuando el profesor Schlesinger de Frankfurt la pintó; tal vez cuatro o cinco, seguro que no más. Cuando la fräulein la hizo entrar en su estudio, seguramente él exclamó, con su marcado acento de Frankfurt: «Aquí está mi adorable señorita ». Pero ella no se dejaba engañar por esa voz lisonjera y su sonrisa forzada; sabía lo mucho que se enfadaba si no se estaba quieta en la postura que él quería. Entonces, su rostro, con su perilla castaña, se le contraía y la voz perdía aquel tono adulador. A Alice todavía le parece oírlo riñéndola secamente; al cabo de sesenta y cinco años, aún recuerda el olor a pintura, trementina y tabaco de pipa, y hoy, igual que entonces, siente añoranza de su cuarto de juegos. Se le aparece con gran nitidez: las muñecas, la cocinita con un horno que se podía encender, una mesa para comer, con vajilla de porcelana auténtica. Aún puede ver la estantería con sus libros de cuentos. ¿Existía ya entonces Pedro Melenas? Sí, claro, aún resuena en sus oídos la voz de la fräulein leyéndole la historia de Gaspar Sopas; ve todavía su cama con dosel y tules, la ventana con visillos blancos de encaje y cortinas de terciopelo verde, que durante el día se recogían con unos cordones dorados.

Recuerda aún a la fräulein entrando y diciéndole: «Vamos, Alice, cariño, ya es hora». Le desataba el delantal, le quitaba el vestido de jugar y luego le arrebataba la muñeca de la mano, que ella intentaba retener con fuerza; y cuando se echaba a llorar, le ponía un dedo en los labios. «Chist. A mamá le duele la cabeza. No querrás que mamá siga enferma, ¿verdad? Una niña tan mayor como tú.»

Se estremece al pensar en ello. Años más tarde, ya con hijos propios, se estremecía cada vez que, sin darse cuenta, usaba la expresión «¿No querrás que...?». Entonces, desesperada, buscaba otras palabras. De niña, esa pregunta era como un conjuro que le quebraba la voluntad, una pócima venenosa que la paralizaba. La pequeña Alice se dejaba poner entonces sin rechistar las braguitas blancas con frunce, las enaguas de color rosa, tan almidonadas que crujían a cada gesto, y encima de todo el delicado vestido de encaje con faja también rosa. Hacía un par de semanas que tenía ese vestido, porque el anterior de los domingos, que era mucho más cómodo, se le había quedado pequeño: el bonito corpiño de color azul celeste se le abría tanto que la fräulein no podía abrochárselo. Su madre había pedido las telas, había elegido los encajes y había encargado el modelo a la costurera de la casa. La mujer, una pelirroja pecosa originaria de Odenwald, cosió durante días hasta que por fin acabó el vestido nuevo.

Alice sonríe mirando el cuadro. «La adorable señorita.» Durante un instante, casi le parece notar los calcetines cortos blancos y las botitas, que le iban algo estrechas, de piel de cabra de color gris. Es curiosa la precisión con que recuerda todo lo que tiene que ver con ese cuadro, puede que sea porque lo ha visto durante toda su vida, tal vez sea lo que ha visto durante más tiempo, más incluso que los muebles que dos años atrás trajo consigo hasta Basilea desde Frankfurt. La pintura colgó primero en el salón de sus padres y luego, tras el funesto día en que su padre murió y ella se vio obligada a abandonar su hogar y mudarse a la casa de su abuelo, estuvo en la habitación de Cornelia, su madre; y después de la muerte de esta, Alice ha tenido siempre el cuadro en su casa, primero en Frankfurt, en la Jordanstrasse y ahora allí, en Basilea, en la Schweizergasse 50. Siempre que piensa en ella de niña, se ve como en ese cuadro.

La pequeña Alice odiaba el recorrido hasta la casa del herr professor Schlesinger. Sabía que allí tendría que permanecer inmóvil, que no podría mover los pies aunque las piernas se le agarrotaran y le dolieran, que no podría volver la cabeza para mirar una mosca y que también estaba prohibido rascarse en cualquier sitio, aunque le picara. Siempre buscaba excusas para no tener que ir a casa del profesor, pero la fräulein insistía: «No querrás que tu papá se gaste tanto dinero en vano, ¿verdad?». No, por supuesto que no; papá tenía que trabajar mucho para ganar dinero. Cada mañana, se ponía el sombrero y se marchaba a la empresa, y si la lluvia o una tormenta le impedían salir, se lamentaba.

El atardecer avanza y en la pequeña habitación las sombras crecen. El cierre duro de la ventana se le clava en la espalda, pero Alice sigue inmóvil, a pesar de que el cuadro se desvanece lentamente ante ella y que de él solo se distingue ya un par de manchas claras. Cuanto mayor se hace, más próximo siente el pasado, más claramente y de forma más nítida acuden a su memoria imágenes que creía olvidadas. Recuerda una frase que su abuelo decía a menudo: «Cuanto menos futuro tiene una persona, menor importancia tiene el presente». Sonríe al pensar que antes siempre pensaba que eso era pura palabrería, sentencias de un viejo que ya no sabía lo que se decía. A fin de cuentas, ¿qué significado podía tener una vida sin futuro? En aquella época todo era futuro, y uno de cada dos pensamientos empezaba con «Cuando sea mayor...». ¿Y ahora?

Puede que sea en ese momento cuando se le ocurre la idea, un pensamiento primero difuso y que luego va adquiriendo claridad; empieza con un «quizá», luego le sigue un «¿por qué no?», y finalmente deviene un «sí, de acuerdo». Se encamina decidida al interruptor de la luz, parpadea con la claridad repentina, regresa a la ventana, corre las pesadas cortinas y, tras un par de pasos rápidos, se sienta ante su secreter, que también se ha hecho traer desde Frankfurt; a continuación, abate el tablero, abre un cajón, saca un cuaderno de tapas negras y coge las gafas. Ya sabe lo que tiene que hacer, y se siente aliviada de que se le haya ocurrido a tiempo. Es como si le hubieran hecho un encargo en el pasado que por fin ahora comprende. Va a contar la historia de su vida a sus hijos Robert, Otto y Herbert, y a Leni, su hija. Les escribirá una carta que les entregará la semana siguiente, cuando se reúnan todos para celebrar su setenta cumpleaños.

Esta vez no será ningún poema, nada divertido, ninguna de las habituales indirectas que provocan sonrisas elocuentes entre los adultos y risitas en los niños, que naturalmente están familiarizados con el lenguaje de la familia. No. Será algo para que sus descendientes la recuerden cuando ella ya no esté, algo que vinculará a sus hijos a un pasado que también es suyo y que han perdido por culpa de esos nazis bárbaros. A saber si recuperarán alguna vez lo que les han arrebatado. Hay veces en que Alice ya no cree que el mundo vuelva a ser como antes; los nubarrones que se ciernen en el horizonte le parecen demasiado amenazadores. Y con ese tiempo, no hay quien salga de casa, piensa sin sonreír, recordando a su padre. Desenrosca el tapón del tintero, coge un portaplumas, lo moja en la tinta y empieza a escribir:

20 de diciembre de 1935

Queridos hijos míos:

Tras mucho tiempo, os veo por fin reunidos de nuevo en torno a mí con motivo de la celebración de mi 70 cumpleaños. No temáis que haya un propósito particular en el hecho de que hoy os vaya a contar de forma breve y retrospectiva mis años de juventud. Se trata tan solo de la necesidad que tengo de regalaros un recuerdo perdudable de este día.

¡Qué poco saben en general los hijos de la juventud de sus padres! Y a los nietos todavía les resulta más difícil hacerse a la idea de que nosotros fuimos tan jóvenes como hoy lo son ellos. Con el tiempo, se darán cuenta de ello, y entonces entenderán y comprenderán muchas cosas. Incluso los hijos adultos acostumbran a saber solo lo que han visto y vivido ya como personas pensantes.

Con todo, vuestro padre os contaba a menudo cosas de su infancia y de su juventud en el gran círculo familiar en su vieja y entrañable casa de Landau. Allí, la veneración por los padres y el hermosa y profunda. Allí se compartía el destino de cada uno y también todas las alegrías.


En efecto, piensa Alice con nostalgia, aquella casa, un edificio medieval, era muy bonita aunque tal vez con aspecto de estar un poco venida a menos. En otros tiempos, había sido un puesto de correos, un hostal para las diligencias, los caballos y los viajeros. Sin embargo, cuando en 1855 se inauguró el tramo de ferrocarril entre Neustadt y Landau y, poco tiempo después, entre Landau y Weissenburg, las diligencias desaparecieron y el propietario abandonó la casa conocida como Zur Blum. Por eso Zacharias Frank, el padre de Michael, pudo adquirirla en 1870 para su familia. Aunque para entonces Michael ya tenía diecinueve años, por lo que no vivió mucho tiempo en ella. El padre de Zacharias Frank, Abraham, se había trasladado, como tutor privado, de Fürth a Niederhochstadt, una localidad situada a unos diez kilómetros de Landau; Zacharias se había mudado en 1841 a la ciudad, después de obtener una licencia para el comercio de artículos de ferretería. Hizo buenos negocios, se pasó luego al préstamo monetario y se convirtió en banquero. Alice no lo conoció, ya que murió un año antes de que ella se casara con Michael. Él y su esposa, Babette, tuvieron nueve hijos, cuatro niños y cinco niñas. Michael era el sexto, y su madre estaba preocupada porque, pese a tener más de treinta años, todavía no se había casado. Por eso, cuando él y Alice se prometieron estuvo muy contenta. Toda la familia la recibió con los brazos abiertos.

Al principio, Alice se sentía abrumada con tanta gente hablando a gritos y riéndose a carcajadas, personas que esperaban demasiado de ella y que se le acercaban demasiado. Habría preferido retraerse, salir de paseo a solas con Michael; poder sentarse en silencio y ordenar sus ideas, pero eso allí era imposible. Apenas se acomodaba en algún sitio con una labor —cuando visitaban a la familia de Landau siempre se llevaba una labor a la que agarrarse—, que al instante aparecía una cuñada, una tía, una prima política, una vecina o incluso su suegra para incitarla, a voces y con un entusiasmo incomprensible para ella, a realizar una tarea en la casa o en la cocina, dar un paseo hasta el mercado, o hacer una visita.

Babette, su suegra, era una mujer agradable y de buen talante, amiga de comer mucho y bien, de lágrima fácil y risa aún más fácil. Pero era también una persona resuelta. Había criado nueve hijos y, pese a su edad, seguía llevando adelante aquella gran casa. Para aquella mujer, que tal vez entonces fuera más joven de lo que ella lo era ahora, resultaba incomprensible que Alice no supiera cocinar, que nunca hubiera aprendido a hacerlo, y que tampoco llevara trazas de querer aprender. «El amor entra por el estómago», le dijo en una ocasión, antes incluso de que se casaran, a lo que ella respondió: «Nosotros siempre tuvimos cocinera». Entonces, Babette negó con la cabeza incrédula y dirigió una mirada de conmiseración a su hijo Michael. En otra ocasión, Alice había oído cómo una de sus cuñadas susurraba a otra: «La novia de Michael es demasiado fina para ensuciarse las manos». Eso le sentó mal, pero hizo como si no hubiera oído nada.

No. A Alice no le fue nada fácil acostumbrarse a esa familia, pero sabía perfectamente lo que se esperaba de una buena nuera y se atuvo a ello. Con los años, aprendió a valorar la sincera cordialidad de los Frank y comprendió que lo que al principio había considerado vulgar alboroto era expresión de vivo afecto, y lo que le había parecido curiosidad impertinente era, en realidad, sincero interés.

Alice sonríe. Moja la pluma y sigue escribiendo.

Mi infancia transcurrió por derroteros totalmente distintos. Al ser hija única y con mi madre casi siempre enferma, pronto conocí el lado oscuro de la vida. De todos modos, faltaría a la verdad si dijera que mi infancia me pareció triste, aunque no la recuerdo tampoco como muy alegre. El profundo amor de mi madre me compensó de muchas tristezas. La seriedad y la propensión a cavilar en exceso configuraron mi carácter hasta hoy en día, y hasta mis años de madurez no me di cuenta de que también podía alegrarme de muchas cosas buenas y bonitas por las que tenía que estar agradecida.

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