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9780829423747

Historia de la Iglesia : El Legado de la Fe

by
  • ISBN13:

    9780829423747

  • ISBN10:

    0829423745

  • Format: Paperback
  • Copyright: 2006-01-01
  • Publisher: Loyola Press
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Summary

El lector descubrirá cómo a lo largo de la historia la Iglesia ha sufrido serias crisis y embates internos y externos. Descubrirá asimismo la presencia hispana y afroamericana en la Iglesia Católica en Estados Unidos. Es la historia de una fe transmitida, de cómo un grupo de personas falibles, por designio de Dios, ha llegado a ser miembros del Cuerpo de Cristo en la Iglesia y de cómo este pueblo ha luchado por vivir el Evangelio en las situaciones concretas de su propia vida, durante más de dos mil años. Desde esta perspectiva, si permanecemos en la Iglesia, si somos la Iglesia, entonces se trata también de nuestra historia: cuando abordamos la historia de nuestras luchas, triunfos y caídas, llegamos a conocer más acerca de quiénes y qué somos, en el marco de una comunidad de fe. -De la introducción Fundamentos de la fe católica: Serie ministerio pastoral es una serie pastoral que ofrece una explicación profunda pero accesible de los fundamentos de la fe católica para adultos, para aquellos que están ya laborando en el ministerio pastoral así como los que se están preparando. La serie ayuda al lector a explorar la tradición católica y aplicar lo que han aprendido a las situaciones de su vida y ministerios. Incluye preguntas de estudio y sugerencias para lecturas adicionales.

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Excerpts

Acerca de la serie
 
Fundamentos de la fe católica: serie ministerio pastoral ofrece una comprensión profunda y accesible de los fundamentos de la fe católica a los adultos que se preparan para un ministerio laico y a quienes se interesan en su propio crecimiento personal. La Serie ayuda a los lectores a explorar la Tradición católica y aplicar lo aprendido a su propia vida y situaciones ministeriales. Cada título ofrece una confiable introducción a un tema específico y proporciona una comprensión fundamental de los conceptos.
Cada ejemplar de la serie presenta una comprensión católica de sus temas respectivos, tal como se encuentran en la Escritura y en la enseñanza de la Iglesia. Los autores han puesto atención especial a los documentos del Concilio Vaticano II y al Catecismo de la Iglesia Católica, de manera que por medio de estas fuentes esenciales puede emprenderse un estudio ulterior.
Los capítulos concluyen con preguntas de estudio que pueden usarse en grupos pequeños o en la reflexión personal.
La iniciativa de la National Conference for Catechetical Leadership (NCCL) llevó al desarrollo de la versión anterior de esta serie. La indispensable contribución del editor de la serie, Dr. Thomas Walters, ayudó a asegurar que los conceptos e ideas presentadas aquí fuesen fácilmente accesibles a una mayor audiencia.
 
 
 
Normas para certificación: materiales para el ministerio eclesial
 
Cada libro en esta serie de teología hace referencia a las normas para certificación identificadas en los documentos que se mencionan más abajo. Tres organizaciones nacionales para el ministerio eclesial han aunado su experiencia profesional para ofrecer en un sólo documento las normas que deberán observarse en la preparación de ministros capacitados para dirigir la catequesis parroquial, la pastoral juvenil y los coordinadores de la pastoral parroquial. Un segundo documento presenta las normas para la certificación de los demás ministros pastorales. Ambos documentos también incluyen las aptitudes personales, teológicas y profesionales que deberán cultivar los que participan en todos los ministerios eclesiales.

 Normas Nacionales para Certificación de Ministros Eclesiales Laicos para los Dirigentes de la Catequesis Parroquial, Dirigentes de la Pastoral Juvenil, Asociados Pastorales, Coordinadores de Vida Parroquial. National Conference for Catechetical Leadership, Washington, D.C., 2003.

 Normas Nacionales para Certificación de Ministros Pastorales: National Association for Lay Ministry, Inc. (NALM), 2005.

Ambos documentos presentan la amplia gama de conocimientos y aptitudes que exigen los ministerios catequéticos y pastorales de la Iglesia y establecen las pautas necesarias para desarrollar programas de capacitación que incluyan todos los aspectos que las organizaciones responsables de su desarrollo han considerado importantes para esas tareas. Esta Serie para el ministerio pastoral se ofrece como complemento a los ministros pastorales para facilitar el logro de estas metas.
La constatación de que existen objetivos comunes permite identificar un fundamento unificador para quienes preparan a los dirigentes del ministerio pastoral. Se pueden obtener copias de este documento llamando directamente a estas organizaciones o visitando sus páginas digitales:
 
NALM
6896 Laurel St. NW
Washington DC 20012
202-291-4100
202-291-8550 (fax)
nalm@nalm.org/www.nalm.org
 
NCCL
125 Michigan Ave. NE
Washington DC 20017
202-884-9753
202-884-9756 (fax)
ccl@nccl.org/www.nccl.org
 
NFCYM
415 Michigan Ave. NE
Washington DC 20017
202-636-3825
202-526-7544 (fax)
info@nfcym.org/www.nfcym.org
 
 
 
Introducción
 
¿Por qué historia de la Iglesia?
La frase “historia de la Iglesia” dificulta cualquier conversación. A quien me pregunte a qué me dedico, le puedo responder: “soy historiador del cristianismo” o “historiador de la Iglesia” o “teólogo de la historia”. Pero, por muy cuidadosa que sea mi respuesta, siempre obtengo la misma mirada inexpresiva; la vaga afirmación de “Oh, qué interesante…” y el súbito cambio de conversación.
“Historia” evoca, para muchos, a un maestro regañón; a un profesor apacible, hablando monótono sobre gente y hechos de un pasado remoto. Para otros, la palabra “historia” significa prolongadas noches, memorizando nombres y fechas antes de un examen escolar. Puede suscitar, también, imágenes oscuras, hechos lamentables acaecidos en el pasado. Cualquiera que sea la asociación, no siempre es buena. ¿Qué podría ser interesante o importante, para los directores de educación religiosa, acerca de la historia de la Iglesia? ¿Podríamos recomponer esta limitada visión de la historia?
Intenta tomar distancia de tus prejuicios sobre lo que es la “historia”. Intenta una nueva manera de pensar respecto a este tema. Cuando reflexiono sobre quién soy como persona, necesariamente me planteo la pregunta ¿de dónde vengo? Entonces, veo mi historia familiar, mi herencia étnica, y la manera en que mis padres se conocieron. Todos esos detalles, por mencionar un ejemplo, me ayudan a comprender mejor cómo he llegado a ser el que soy. ¡Es emocionante darse cuenta de los propios orígenes! ¿Cuántos de nosotros hemos escuchado preguntar a nuestros hijos: “Cómo se conocieron tú y mamá”? o, ¡Cuéntame algo del día que nací! ¿Cuántos de nosotros no hemos sentido reverencia y fascinación al escuchar a nuestros padres y abuelos contarnos historias acerca del “país que no conocimos”, de “los años dorados”? En cierto sentido, la historia de la Iglesia aborda temas semejantes, pero a una mayor escala. Es la historia de una fe transmitida, de cómo un grupo de personas falibles, por designio de Dios, ha llegado a ser miembros del Cuerpo de Cristo en la Iglesia, y de cómo este pueblo ha luchado por vivir el Evangelio en las situaciones concretas de su propia vida, durante más de dos mil años. Desde esta perspectiva, si permanecemos en la Iglesia, si somos la Iglesia, entonces se trata también de nuestra historia: cuando abordamos la historia de nuestras luchas, triunfos y caídas, llegamos a conocer más acerca de quiénes y qué somos, en el marco de una comunidad de fe.
Los conocimientos y las experiencias que hemos ido adquiriendo debemos transmitirlas a quienes nos han de seguir. El Evangelio recibido de los apóstoles “se perpetúa en la Iglesia y por la Iglesia. Toda ella, pastores y fieles, vela por su conservación y transmisión” (DGC, 43). Nosotros somos responsables de la conservación y la transmisión de las verdades del Evangelio. En gran parte, esta responsabilidad proviene de la lectura piadosa [meditativa] de la Escritura y de la enseñanza de la Iglesia. Pero, también proviene del estudio de cómo otras personas han conservado y nos han transmitido el Evangelio. Cuando nos esforzamos por hacer realidad el Evangelio de Cristo, aquí en Estados Unidos de América, podemos beneficiarnos de la visión y la sabiduría, y aun de los errores y tropiezos, de aquellos que en otro tiempo y en otras circunstancias se han esforzado por vivir el Evangelio. Por todo ello, en las siguientes páginas intentaré hacer un amplio bosquejo de cómo se reflejan tales aciertos y tropiezos a lo largo de la Iglesia Católica. Espero que este trabajo sirva más como una invitación –no como una síntesis cuya palabra sea definitiva– a reflexionar y a explorar las profundidades y riquezas de una tradición que ha fluido abundantemente a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia. Estoy convencido de que analizar la profundidad y riqueza del pasado fortalecerá tu actual ministerio en la Iglesia.
 
 
 
Aclarado los términos: ¿Qué es “historia de la Iglesia”?
 
Me agrada pensar que el santo patrono de los historiadores de la Iglesia es San Lucas, el escritor del Evangelio. Lucas comienza su evangelio con un reconocimiento: “Muchos se han propuesto componer un relato de los acontecimientos que se han cumplido entre nosotros” (1:1). Sin embargo, da un paso más: en lugar de presentar un relato hecho por otro, Lucas decide hacer su propio trabajo: “también yo he creído oportuno, después de haber investigado cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio, escribirte una exposición ordenada…” (1:3; énfasis añadido).
El Evangelio de San Lucas y los Hechos de los Apóstoles fueron redactados de acuerdo al modelo tradicional griego de presentar la historia: reuniendo las evidencias, evaluándolas minuciosamente, interpretándolas y consignándolas ordenadamente. Pero Lucas no se contenta con eso, puesto que dice que escribió esas cosas para el “ilustre Teófilo, para que llegues a comprender la autenticidad de las enseñanzas que has recibido” (Lucas 1:3–4). Desde esta perspectiva, la historia de la Iglesia es una narración o relato escrito para la Iglesia, para aquellos que son llamados “amigos de Dios” (Teophilos en griego), para edificar su fe.
La historia de la Iglesia ha de situarse aparte de la “historia general”, aun cuando la historia de la Iglesia sea una “historia de la cristiandad”. Muchos historiadores dicen que toman una postura “neutral” respecto del pasado, pero los hechos pasados afectan profundamente a la Iglesia y afectan, también, al historiador de la Iglesia. La distinción entre “historia” e “historia de la Iglesia” no significa que la Iglesia, al dar cuenta de su historia, desempeñe una labor propagandística, aun cuando esto sea realmente una tentación para el historiador de la Iglesia. Al contrario, alguien que está dedicado a la historia de la Iglesia necesita estar consciente de las fallas de ésta, de los prejuicios o de las responsabilidades de la misma. Pero, también, se le hace justicia a la Iglesia al decirle la verdad sobre el pasado con una actitud de amor y haciendo uso de la competencia del historiador. Si de vez en cuando surge la necesidad de presentar los momentos oscuros en los que algunos miembros de la Iglesia han fallado a la caridad cristiana, entonces, no hay por qué rehuir: podemos aprender, igualmente, de los errores del pasado como también de los aciertos.
Entonces, ¿qué narra la historia de la Iglesia? Comienzo diciendo que es la historia del “legado de la fe”. En otras palabras, la historia de la Iglesia narra el itinerario de la tradición de la Iglesia (en latín, Traditio significa “transmitir”). En su libro Tradición y Tradiciones, el gran teólogo dominico Ives Congar describe la tradición en tres sentidos. Primero, la tradición es la “transmisión del Evangelio” en las Escrituras y en la predicación; en los credos y en las confesiones de fe; en los sacramentos, en la vida litúrgica y en la vida moral de la Iglesia. Este es el sentido de la tradición que hemos recibido de la Primera Carta de Pablo a los Corintios: “Porque yo les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras y que fue sepultado; que resucitó al tercer día según las Escrituras” (1 Corintios 15:3–4). En este sentido, el Directorio General para la Catequesis dice: “El Evangelio, en efecto, se conserva íntegro y vivo en la Iglesia: los discípulos de Jesucristo lo contemplan y meditan sin cesar, lo viven en su existencia diaria y lo anuncian en la misión” (43). Es el mensaje de la redención, tal como se ha proclamado, creído y vivido.
Segundo, la Tradición es la interpretación consciente del Evangelio, ante todo, la interpretación de las Escrituras, para la enseñanza y la formación de los fieles. Por parte de los Apóstoles, la Iglesia ha recibido la revelación divina del Evangelio, no sólo como una experiencia real, sino también como el “depósito de la fe”, como un “todo” de doctrina o conocimientos (respecto a Dios, a la humanidad y a la creación entera) para ser recibido e interpretado por la razón. Para la Iglesia Católica, la fe en la presencia del Espíritu Santo implica creer en la labor de enseñanza de la Iglesia, el así llamado Magisterio, que guía y protege la interpretación del Evangelio y de las Escrituras en general. En este sentido, Aidan Nicholls, O.P., dice que la tradición es “el medio educativo (o contexto) de la fe”. Se trata del contexto en el cual aprendemos las verdades de nuestra fe.
Finalmente, afirma Congar, que el término “Tradición” serefiere a momentos particulares a los que llama “monumentos” o pilares de fe. Estos son elementos dentro de la historia de la Iglesia que parecen atestiguar y declarar el Evangelio mismo de manera distinta y perenne. Congar señala como ejemplo de esos “monumentos” o pilares a los Padres y Doctores de la Iglesia, a las encíclicas y cartas pastorales de los papas, al testimonio de los teólogos e, incluso, al arte cristiano. Congar incluye en la última categoría de sus “monumentos” lo que él llama “expresiones ordinarias de la vida cristiana”, así como la vida de los santos, llamados a “vivir (el Evangelio) de una manera especial”.
Por lo tanto, una “descripción completa” de la historia de la Iglesia incluiría todos estos aspectos, desde la Escritura hasta los dogmas de fe, la vida de los santos y la manera en que tú y yo, y aquellas personas que se han ido antes que nosotros, vivimos el Evangelio en nuestras decisiones de cada día. Tomaría toda una vida de estudio para comenzar a entender todas estas dimensiones de nuestro pasado como Iglesia. Sin embargo, podemos beneficiarnos aunque sea con una probadita de este rico pasado, y transmitir a los demás lo que hemos recibido. Esa es la única meta y propósito de este pequeño libro: ofrecernos una probadita e invitarnos a compartirla.
 
 
Capítulo 1
La fe en formación
 
Si fuera posible volver al pasado, remontarse a la comunidad reunida en torno a Jesús de Nazaret, entonces, podría decirse que la Iglesia afrontó su primera crisis cuando sus dirigentes fueron arrestados y asesinados. La fe en la resurrección les dio a los Apóstoles la capacidad de superar los peligros y ver en la muerte y la resurrección la clave para entender quién era realmente Jesús. En verdad, como hice notar en la introducción, el Evangelio de Lucas y Hechos de los Apóstoles, tomados juntos, pueden considerarse como una sola historia que muestra el sentido de continuidad en la comunidad, por encima de la crisis que produjo la crucifixión de Jesús. El libro de los Hechos de los Apóstoles continúa la historia ahí donde el Evangelio de Lucas la deja, y muestra a los apóstoles fortalecidos por el Espíritu, para llevar a cabo la difusión del Evangelio. Los Hechos de los Apóstoles (junto con las cartas de Pablo) atestiguan el intento de la primera Iglesia por responder a una pregunta: ¿qué significa ser discípulo de Jesús? En cierto sentido, toda la historia de la Iglesia puede considerarse como un intento por responder a esta pregunta en tiempos y lugares precisos. En el siglo I d.C., durante el Imperio Romano, la primera respuesta a esa pregunta la ofreció la primera generación apostólica de creyentes. En esos primeros años de vida de la Iglesia, las respuestas llegaban sólo a través de los dilemas que afrontaban los cristianos, tanto los provenientes del judaísmo como los que provenían del mundo gentil –es decir, propios y extraños– en el intento por permanecer fieles al Evangelio.

El dilema de Pablo: cristianos y judíos en el siglo I

Todos conocemos la historia de Saulo, el fariseo, el perseguidor de los cristianos que fue derribado de su caballo en el camino a Damasco y que encontró a Jesús resucitado. Saulo, el celoso perseguidor, se convirtió en Pablo, el celoso predicador. El fariseo se convirtió en apóstol. Su conversión le permitió percibir la novedad radical del Evangelio, como un mensaje abierto a los judíos y a los gentiles por igual. Pablo llegó a la convicción de que los gentiles no necesitaban convertirse en judíos para aceptar el Evangelio de Cristo. Sin embargo, algunos de sus compañeros apóstoles estaban en desacuerdo. Su Carta a los Gálatas atestigua el conflicto sobre este problema tan escabroso y, en ella, Pablo emite su famosa proclamación: “Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (3:28). Para algunos de los apóstoles más conservadores, especialmente Santiago en Jerusalén, esta declaración parecía cortar con todo lo bueno y recto de la tradición judía. Pablo parecía querer abandonar totalmente el judaísmo.
Pero, aun para Pablo, no era tan fácil cortar los lazos de la fe judía. Su Carta a los Romanos representa su dilema ante la relación entre la novedad radical del Evangelio de Cristo y la antigua alianza que Dios había hecho con Israel. Si Cristo era el cumplimiento de la antigua alianza, ¿por qué la mayoría de los judíos no se convertían? ¿Pudo haber abandonado Dios a Israel para favorecer a los gentiles? La respuesta de Pablo es clara: “¡De ninguna manera!” (Romanos 11:1). Pero, a pesar del énfasis de su respuesta, no se aclaró la relación exacta entre judíos y gentiles, entre antigua y nueva alianza. El dilema de Pablo quedó sin resolución aún después de su muerte (y, algunos sostienen, que es una cuestión aún no resuelta en la actualidad).
Lo que he designado como “el dilema de Pablo” es uno de los primeros, y el enigma más amargo, que ha afrontado la Iglesia cristiana en los primeros años de vida. En el año 62 d.C., Santiago, el “hermano del Señor”, fue asesinado en Jerusalén por el sumo sacerdote judío, con el apoyo de la turba. Santiago había defendido fuertemente la preservación de las tradiciones judías por parte de los cristianos y, a pesar de esto, el sumo sacerdote lo consideró como enemigo. Con su muerte, aquellos que estaban a favor de mantener los lazos de su pasado judío perdieron a su representante y defensor, para luego, desaparecer del registro de la historia. Esto sucedió a partir del año 66. Al parecer, casi espontáneamente emergieron las comunidades gentiles como las sucesoras de los Apóstoles. Muy pronto se diluyó la esperanza de reconciliación entre el judaísmo y las nuevas comunidades cristianas. La división entre cristianos y judíos se hizo más y más clara a tal grado que, hacia finales del siglo I, la ruptura se hizo evidente.
Hacia el año 70, Jerusalén fue saqueada por los romanos para sofocar una rebelión judía. Con la destrucción de su ciudad y su templo, los líderes judíos se reorganizaron rápidamente en torno a la escuela de Jamnia, otra ciudad en Palestina, la cual se convirtió en el centro de la doctrina judía. Los líderes reunidos en Jamnia declararon que el canon de las Escrituras ya estaba cerrado y que los judíos no debían buscar ninguna revelación futura (incluyendo, implícitamente, una revelación proveniente de Jesús de Nazaret). Además, hacia el año 90, se añadió una sentencia a las tradicionales Dieciocho bendiciones, la cual maldecía a “nazarenos y a herejes”. La hostilidad era mutua: del lado cristiano, Ignacio, obispo de Antioquía y mártir
(+ 107–108) declaró que era “un absurdo profesar la fe en Jesús y seguir al mismo tiempo las costumbres judías”. Las costumbres del judaísmo eran, para Ignacio, “levadura mala, la añeja y ácida”, (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 10). El nudo que unía a los cristianos y a los judíos se había disuelto.

Propios y extraños: ¿así fue la primera Iglesia “católica”?

Una vez rotos todos los lazos de unidad con la comunidad judía, las primeras Iglesias cristianas estaban un poco perdidas como para darse cuenta de qué era lo que expresaba legítimamente la fe cristiana y qué estaba fuera de límites. Las muchas comunidades cristianas esparcidas a lo largo y ancho del mundo mediterráneo, habían iniciado varios esfuerzos misioneros, de entre los cuales Pablo era uno de ellos. Esto significa que en esta etapa inicial no existía una autoridad centralizada o una estructura ampliamente difundida, potencialmente hablando, se puede afirmar que las expresiones de la fe cristiana eran tantas como el número de Iglesias particulares existentes. Algunos estudiosos han concluido que es mejor hablar de primeras “cristiandades” en lugar de sugerir prematuramente un tipo de noción unificada de la fe cristiana. Ciertamente, la Iglesia Católica –tal como la conocemos actualmente, con su jerarquía universal bien estructurada y su autoridad centralizada en Roma– no tomó su forma definitiva desde un principio, en los primeros siglos. Hacia la mitad del siglo II d.C., pueden constatarse dos cosas: la presencia de obispos y sacerdotes (o presbíteros, como prefieren llamarlos algunos estudiosos), y la comunicación entre los obispos, lo cual estableció un cierto terreno común. Esta estructura primitiva estaba muy lejos de lo que ahora es el orden jerárquico de la Iglesia Católica y de la Ortodoxa. Más bien, la historia del cristianismo primitivo es la historia de un catolicismo emergente (con c minúscula); un emergente consenso amplio de diversas Iglesias en asuntos de fe y de orden.
Esto no quiere decir que sea falso el reclamo que hace la Iglesia Católica y la Ortodoxa de ser, respectivamente, la “Iglesia de los apóstoles”; tampoco quiere decir que lo que surgió como “fe ortodoxa” hubiese sido una invención artificial. Más bien, opino que la fe de los apóstoles, la fe que Pablo recibió y transmitió, se fue clarificando poco a poco en la medida en que los cristianos afrontaban los retos internos y externos que surgieron en aquellos primeros años. Cuando hablo en este capítulo de una naciente o emergente “Iglesia católica”, con c minúscula, no estoy cuestionando ni menospreciando a la Iglesia Católica Romana y a la Iglesia Ortodoxa cuando sostienen que han descendido de los Apóstoles. Más bien, quiero señalar que todos nosotros podemos ver las líneas de la sucesión apostólica sólo en retrospectiva, es decir, mirando al pasado. Para nosotros resulta difícil saber con absoluta claridad si lo que hacemos en nuestra vida cotidiana corresponde a la voluntad de Dios, sin embargo, podemos ver sin mucha dificultad la mano de la Providencia divina si miramos hacia el pasado en nuestra vida. De manera semejante, los primeros cristianos simplemente se esforzaron por ser fieles a Cristo y, mirando al pasado, podemos observar el hilo irrompible de la fe, tejido fuertemente a pesar de todos los conflictos.

Marción: el conflicto en torno al canon de la Escritura

Alrededor del 140 d.C., un joven surgido de la costa del Mar Negro arribó a Roma. Se trataba del hijo de un obispo y exitoso negociante. El joven fue bien recibido por la Iglesia de Roma, debido quizá, en parte, a un importante donativo. Pero, en pocos años, aquel hombre llamado Marción comenzó a proclamar un mensaje que intranquilizó –por decir lo menos– a la Iglesia de Roma. Según Marción, Jesús rechazó al Dios de los judíos y proclamó la fe en un Dios completamente diferente, desconocido hasta entonces. Para probar su doctrina, Marción compuso una obra llamada Antítesis, la cual listaba aparentes contradicciones entre el Antiguo Testamento y la fe cristiana. Hizo otra lista, o canon de escritos cristianos, que, en su opinión, demostraban sus ideas. En esta última lista situó solamente las cartas de Pablo y una versión editada del Evangelio de Lucas, del cual omitió todas las referencias a “Israel”. Marción representaba el lado extremo de la reacción que ya habíamos observado en Ignacio de Antioquía: la alianza judía ha caducado; ha sido reemplazada por el Evangelio. Pero la de Marción fue considerada como una postura “extrema” por parte de la comunidad romana, la cual lo excomulgó y le devolvió su donativo, hacia el año 144 d.C.
Sin desistir de su proyecto, Marción viajó por el Mediterráneo hasta su muerte (aprox. 160 d.C.), fundando Iglesias, las cuales sobrevivieron casi doscientos años. La gran mayoría de los cristianos determinaron, sin embargo, que el mensaje de Marción estaba fuera del orden y los límites permitidos: Cristo vino para cumplir la Ley, no para abolirla. La fe en Cristo significaba también fe en el Dios proclamado en el Antiguo Testamento, el creador, el Dios de Israel. En respuesta a Marción, los cristianos comenzaron a formular su propia lista de libros autorizados, su propio canon, el cual incluía los libros de las Escrituras judías, así como también los escritos cristianos más recientes. Aun cuando los lazos entre los cristianos y judíos se habían disuelto, los primeros cristianos afirmaron que ambas partes del canon proclamaban la fe en un único Dios verdadero.
Este consenso surgió bajo la presión que ejerció la enseñanza de Marción en las comunidades cristianas a lo largo del mundo mediterráneo. Uno de los asertos crueles de la historia es que una verdad se convierte en doctrina sólo a partir del conflicto. Bajo la presión de Marción, y de otros que parecían ir más allá, en el primer siglo y medio de cristianismo comenzó a emerger cierta unidad provisional a partir de una amplia diversidad. Esta unidad tentativa es llamada por algunos expertos como la “Gran Iglesia” o lo que podemos llamar como Iglesia católica (con c minúscula).

El montanismo: la cuestión de la autoridad

El naciente o emergente consenso católico afrontó otro reto proveniente de los seguidores de tres personas sumamente carismáticas: Montano, Priscila y Maximila. El movimiento de éstos se autonombró “La nueva profecía”, pero sus oponentes lo llamaron “montanismo”, en honor del líder. El montanismo comenzó en Asia menor, a mediados del siglo II, cuando “los tres” –Montano, Priscila y Maximila– comenzaron a predicar con entusiasmo acerca de la presencia operante y continua del Espíritu en la Iglesia. Muy pronto, el movimiento se extendió al norte de África y a Roma. Los tres proclamaban su mensaje en éxtasis (como si estuvieran poseídos por el Espíritu Santo), y afirmaban hablar en persona del Paráclito prometido en el Evangelio de San Juan. Exhortaban a sus seguidores a observar rigurosas prácticas de ayuno y ascetismo. Creían que era inminente el fin apocalíptico y que la Jerusalén celestial descendería sobre la ciudad de Pepuza, en Asia Menor. A pesar que de algunos sostienen lo contrario, los montanistas no parecían disentir del naciente consenso de la Iglesia respecto a asuntos de doctrina y teología. Sin embargo, fueron excomulgados en Roma en el año 177, probablemente por su entusiasmo indisciplinado y por su perceptible falta de respeto al orden y a la autoridad de la Iglesia. A pesar de esto, en el siglo III, el montanismo obtuvo su más famoso seguidor en la persona de Tertuliano, un antiguo teólogo apologista de África del norte, el cual, aparentemente, asimiló el montanismo por su rigor apasionado.
El montanismo presentó a la Iglesia Católica un desafío interesante. Aun cuando la doctrina de los montanistas era aparentemente sólida, preocupaba su noción carismática e imprecisa acerca de la autoridad. ¿Podría alguien en posición de autoridad que tuviera “arrebatos espirituales”, guiar a los demás a una vida cristiana auténtica? ¿Continuaba el Espíritu Santo hablando a los creyentes con revelaciones especiales, o eran las revelaciones transmitidas por el ministerio de la palabra y de los sacramentos efectuado por los obispos, los sucesores de los Apóstoles? Si el conflicto con Marción había motivado a la Iglesia Católica a reafirmar su relación con la revelación del Antiguo Testamento, el conflicto con los montanistas, en la opinión de Henry Chadwick, “reforzó su convencimiento de que la revelación había llegado a su fin con la era apostólica”.
El gnosticismo: la pregunta sobre la verdadera doctrina

Un factor de mayor fuerza en el surgimiento del consenso católico fue el asunto de la asimilación. Nadie puede negar que los cristianos estuvieran inmersos en la cultura helenista del Imperio Romano –el contexto cultural del paganismo griego de ese tiempo. La tarea era articular su fe en Cristo, en ese lenguaje y ese contexto. En efecto, la filosofía y la cultura helenistas ofrecieron recursos importantes al cristianismo para expresar y explorar su fe. Pero, ¿en qué medida debía integrarse la cultura helenista a la fe cristiana? ¿Qué había de compatible en la filosofía y la religión helenista con el discipulado de Cristo, y qué debía ser rechazado? Al igual que muchas otras preguntas que nos hemos planteado en este capítulo, éstas son preguntas constantes para los cristianos de cualquier cultura. Sin embargo, cuando la Iglesia Católica vivía su infancia, esas preguntas se plantearon debido al fenómeno del gnosticismo cristiano.
Los términos gnosticismo o gnóstico provienen de la palabra griega gnosis, que significa “conocimiento”. El gnosticismo se refiere a la doctrina sobre un conocimiento especial que conduce a la salvación.
Este conocimiento no era académico ni racional. Más bien, se refería al conocimiento de los secretos divinos en torno a la naturaleza y al destino de los seres humanos. Pretendía dar respuesta a las preguntas: ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Los gnósticos creían que este conocimiento era suficiente para liberarlos de las ilusiones y de las tinieblas del mundo presente.
El gnosticismo nunca llegó a ser una iglesia o secta plenamente constituida. Se trataba de semejanzas entre numerosos pensadores y textos diversos durante el siglo II. El gnosticismo pudo haber guardado muchas semejanzas con un fenómeno de la segunda parte del siglo XX conocido como La Nueva Era [“New Age”]. Como las mitologías de este movimiento, el gnosticismo parecía sintetizar distintos elementos de diversas religiones y tradiciones filosóficas del mundo helenista: el judaísmo sectario, el zoroastrismo, las huellas del platonismo. Los conocedores han analizado si las mitologías gnósticas existían antes que la fe cristiana o no. En este sentido, es difícil señalar dónde reside la verdad. Sin embargo, los maestros clásicos que conocemos del gnosticismo –Valentino, Basílides, Ptolomeo– creyeron que habían accedido a una verdadera interpretación, a una comprensión más profunda de la misión de Jesús, por medio de su “conocimiento salvador” sobre el cosmos y sobre el destino de la humanidad.
Los mitos gnósticos compartían una visión general del mundo, aun cuando en los detalles pudiesen haber sido distintas, según cada maestro gnóstico. Para los gnósticos, el mundo que conocemos era el lugar de tinieblas del maligno; el dios malvado dominada al mundo. El dominio de las tinieblas sobrevino cuando parte de la brillante plenitud de los cielos (el pleroma, palabra griega que significa “plenitud”) cayó de la gracia y fue expulsada. Los seres humanos, o más exactamente, algunos seres humanos “elegidos”, tenían un alma que era una “chispa de luz” capturada del pleroma celestial y atrapada en el cuerpo. Esta chispa era el verdadero yo del elegido, aunque manchada y aprisionada en el cuerpo físico. El escape de esta esclavitud en el mundo de las tinieblas podía ocurrir solamente si un revelador celestial venía desde el pleroma para conceder el conocimiento secreto a unos pocos. Con este conocimiento, la chispa divina era liberada y podía regresar a la plenitud celestial, su hogar legítimo.
Se puede observar que esos mitos compartían algunos rasgos con los relatos judío y cristiano de la caída de los ángeles y la redención ofrecida por una figura divina. Uno puede imaginarse la facilidad del mensaje de Jesús para encajar en este esquema. Como Marción, muchos gnósticos rechazaron al Dios del Antiguo Testamento, designándolo como el creador fallido del mundo de las tinieblas. Por contraparte, Jesús ofrecía la liberación de este Dios caído con un camino de regreso al “Padre” en el pleroma. (Para profundizar sobre el gnosticismo, ver Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 285). A diferencia de Marción, los gnósticos creyeron que era absurdo sostener que Jesús, el revelador celestial, había muerto en la cruz, ya que Jesús solamente pareció tomar la forma de un ser humano para transmitir su mensaje. (Negar que el Hijo se haya encarnado ha sido designado como docetismo, del griego dokein, “aparecer”. Ver CIC, 465). Incluso, en algunos escritos gnósticos se dice que Jesús se reía a la distancia, cuando los poderes de las tinieblas, pensando que lo habían matado, miraban al cuerpo muerto en la cruz que Jesús había usado como un recipiente. Todavía más, algunos escritos gnósticos insistían que la salvación no provenía de la encarnación, la vida, la muerte y resurrección de Jesús, sino de la enseñanza secreta que él impartió a sus seguidores.
Los gnósticos cristianos poseían sus propias escrituras (de las cuales, el Evangelio de Tomás es quizá la más famosa) además, ofrecían interpretaciones espirituales de las cartas de Pablo para demostrar la verdad que proclamaban. Algunos investigadores ilustres del siglo XX han sostenido que los gnósticos cristianos han sido juzgados injustamente, porque pudieron haber ofrecido una alternativa más aceptable para lo que después llegó a ser una fe ortodoxa. Sin embargo, a juicio de los cristianos no-gnósticos, la enseñanza gnóstica sobrepasó los límites de la verdadera fe en Jesús. Los cristianos no-gnósticos respondieron al gnosticismo enfatizando precisamente aquellos puntos que los gnósticos habían cuestionado: el “Padre” de Jesús era nada menos que el creador del mundo. Como hicieron contra Marción, los cristianos insistieron en la validez del Antiguo Testamento como escrito profético de la venida de Cristo. Además, los cristianos insistieron en la verdadera encarnación de Jesús y sostuvieron que su sufrimiento, muerte y resurrección en la carne estaba lejos de ser una ilusión y que todo esto era esencial a la fe cristiana. Para los cristianos no-gnósticos, era claro que habían sido salvados por la “sangre del cordero”, y no por un secreto cósmico.
Para apoyar estas afirmaciones, los cristianos no-gnósticos tuvieron que llegar a criterios de evaluación: la prueba textual a partir de Pablo o de otros escritos cristianos se convirtió en un método, tanto por los gnósticos como los no gnósticos. Pero, ¿cómo podía evaluarse la autoridad y validez de lo que un gnóstico declaraba que era la creencia cristiana?
Ireneo de Lyon, a quien algunos han llamado el “primer teólogo sistemático”, llegó a una solución: la fe apostólica. Esta fe apostólica estaba compuesta por dos principios relativos: la Sagrada Escritura y la “regla de fe”. De acuerdo a Ireneo, los apóstoles depositaron en la Iglesia el contenido de la Escritura y la “regla de fe”. En su opinión, la Escritura incluía la traducción griega del Antiguo Testamento (llamada Septuaginta) y una lista de escritos que él –por primera vez– llamó el Nuevo Testamento o Nueva Alianza. Estos escritos eran aquellos que Ireneo y otros pensadores católicos podían llamar con plena confianza apostólicos, indicando de esa manera que tales escritos tenían estrecha conexión con los Apóstoles. Por ejemplo, se creía que el Evangelio de San Mateo y el Evangelio de San Juan se habían redactado directamente por los Apóstoles que llevan su nombre, mientras que el de Lucas y Marcos fueron considerados como escritos bajo la autoridad directa de Pablo y Pedro, respectivamente. El Nuevo Testamento de Ireneo se parecía mucho al nuestro; incluía los cuatro evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), una colección de cartas de Pablo, Hechos, Apocalipsis, Primera Carta de Pedro, Primera y Segunda Carta de Juan. Aparentemente, la única diferencia entre el canon de Ireneo y el canon católico romano era la omisión de Santiago, Judas, la Segunda Carta de Pedro y Hebreos. (CIC, 120 alude al canon católico romano.)
El significado de este canon de las Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, siempre debía ir junto con el otro componente de la fe apostólica, la “regla de fe”. Para Ireneo, la regla de fe era un breve resumen de la creencia cristiana en la acción de Dios en el mundo, desde la creación hasta la redención en Cristo y la santificación en el Espíritu. Ireneo nunca dio una fórmula para tal regla, más bien ésta funcionaba casi como un credo. Afirmó que la Iglesia cree “en un Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo, de la tierra, del mar y de todas las cosas que están en ellos; y en un único Jesucristo, el Hijo de Dios, que se encarnó para nuestra salvación; y en el Espíritu Santo” (Ireneo, Adversus Haereses 1.10.1). Esta declaración básica de fe había sido deducida de la Escritura y siempre debía ser una clave indispensable para interpretar la Escritura. En una imagen famosa, Ireneo compara la Escritura a un mosaico, donde cada pasaje o libro es una pieza entre muchas que conforman un cuadro más amplio. La regla de fe es el plano o bosquejo que nos capacita para entender correctamente los pasajes de la Escritura.
La dialéctica, es decir, el diálogo o la relación entre estos dos elementos de la fe apostólica, dieron a la naciente Iglesia Católica un cierto tipo de “contrapeso y equilibrio” en los criterios para evaluar la enseñanza y el estilo de vida de un cristiano en particular. Para Ireneo, estos criterios fueron confiados por los Apóstoles a sus sucesores, los obispos, o “supervisores”. Con la guía de este doble depósito, los obispos tenían la libertad de ir más allá de reaccionar negativamente a la enseñanza de gente como Marción o los gnósticos –podían guiar a los fieles y ofrecerles normas positivas para vivir como discípulos cristianos.
Roma contra los cristianos: la historia de Perpetua

Junto con esos problemas internos en torno al canon, la autoridad y la doctrina, los primeros cristianos también tuvieron que definir poco a poco la relación propia de la Iglesia con el poder externo de aquel tiempo: el poderoso Imperio Romano. Jesús de Nazaret proclamó la inminente llegada del Reino de Dios y fue ejecutado injustamente por parte de las autoridades del Imperio Romano. Sin embargo, en los escritos del Nuevo Testamento encontramos cierta ambivalencia con respecto a Roma. Los evangelios parecen exonerar tanto a los romanos como a Pilato, en el desenlace de la muerte de Jesús, descargando todo la culpabilidad sobre las autoridades judías. Aparentemente Pablo fue hecho prisionero y ejecutado por las autoridades romanas, y aún así le dice a los romanos: “Todos deben someterse a las autoridades constituidas” y agrega: “Quien se opone a la autoridad, se opone al orden establecido por Dios”, por eso Pablo ordena pagar los impuestos y dar a cada cual lo que le corresponde”. (Romanos 13:1, 2:7)
Sin duda, los esfuerzos misioneros de los primeros cristianos se beneficiaron de las redes de comercio, de los caminos construidos por Roma y de la relativa tranquilidad de la Pax romana o “paz de Roma”. Hechos de los Apóstoles sugiere, incluso, que el imperio llegó a convertirse en un instrumento de la providencia de Dios para favorecer la difusión del Evangelio. Por su parte, el Apocalipsis identifica a Roma con la “prostituta de Babilonia”; el títere del poder de Satanás en el mundo. De este modo, la pregunta era: ¿debían los cristianos –ciudadanos del naciente Reino de Dios– oponerse al imperio, o trabajar con él? De manera similar, pero desde fuera, los ciudadanos y las autoridades romanas no estaban totalmente seguros sobre quiénes eran los llamados cristianos. ¿Era el cristianismo una “sociedad secreta” subversiva, o era uno más de esos nuevos movimientos exóticos, más o menos inofensivo, que florecía a lo largo del imperio?
Uno de los secretos del éxito del Imperio Romano era la manera en que estaba dispuesto a asimilar o, al menos, tolerar la cultura y la religión de aquella gente conquistada y dominada. La religión pagana de Roma rendía obediencia al panteón tradicional de los dioses del Olimpo, con Júpiter a la cabeza. Comenzando con Augusto, al Emperador Romano se le incluía en el culto pagano, ya sea como representante de los dioses, o como una divinidad. Pero, en ningún momento los romanos excluyeron de su culto a las religiones autóctonas: o toleraban esas tradiciones o las incorporaban a sus creencias.
La mayoría de las veces, los romanos simplemente incorporaban a su propio panteón –o recinto para el culto– a los dioses de los pueblos conquistados. Incluso, podían rendir culto al dios de los conquistados con la excusa de que era el mismo dios bajo un nombre diferente (cualquier dios del sol era el mismo que Apolo, por ejemplo), o invocaban a los dioses de los conquistados como delegados o empleados del panteón romano. Sin embargo, no era fácil asimilar un estricto monoteísmo como el judío; incluso Roma parecía, la mayoría de las veces, respetar y tolerar el judaísmo, hasta que algunos líderes judíos animaron la sedición y revuelta de los años 66–70 d.C. Durante gran parte de los primeros tres siglos d.C., esta clase de tolerancia benigna parecía extenderse también a los cristianos. Pero aun las autoridades inclinadas a no meterse con los cristianos los consideraban antisociales y supersticiosos.
Los cristianos fueron acusados de ateísmo, canibalismo y libertinaje. La acusación de ateísmo surgió no solamente de diferencias teológicas entre la fe romana y cristiana, sino de las consecuencias prácticas de esas diferencias. La política romana estaba entrelazada con la religión romana, como lo indica el culto al emperador. Además, los romanos parecían encontrar evidencia empírica de que su culto había dotado al mundo de prosperidad inaudita, estabilidad y paz. El honor debido al emperador y a los dioses era simplemente parte de la Romanitas, “romanidad”, es decir, los hábitos y prácticas que hacían a un ciudadano civilizado, bueno y leal al imperio. Los cristianos, al rechazar el culto al emperador por creer en otro Dios, parecían ser desleales al orden que los sustentaba. (Las acusaciones de canibalismo y libertinaje probablemente surgieron de malos entendidos asociados con las prácticas de la Eucaristía –comer el Cuerpo de Cristo– y la fiesta del ágape o fiesta del amor). La religión pareció a muchos romanos una práctica de mal gusto y poco patriótica. Las semillas del conflicto se habían sembrado y ocasionalmente se manifestaban públicamente.
De acuerdo a relatos tradicionales y legendarios sobre mártires cristianos, se habían atribuido diez “grandes persecuciones” al Imperio Romano. Pero historiadores contemporáneos no encuentran evidencia sólida de que ocurrieron. De hecho, algunos historiadores han señalado que, a pesar del gran valor que el cristianismo concedió a sus mártires, las autoridades romanas regularmente actuaron con tacto y discreción en su trato con los disidentes cristianos. Según esta apreciación, sería más correcto caracterizar las acciones romanas como “persecución” dirigida a un selecto grupo de fanáticos o celosos que amenazaban la paz del imperio. Las fuentes históricas antiguas no ofrecen mayor claridad sobre este asunto. Si uno lee las reflexiones cristianas en torno al martirio en los primeros tres siglos, los mártires cristianos vivían inmersos en un conflicto apocalíptico que enfrentaba a los santos con el maligno. Esos “atletas de Cristo” combatían en la arena contra el mismo Satanás. Los mártires debían elegir entre fidelidad o confesión y rechazo, entre fe y apostasía, entre Dios y “el adversario”. De acuerdo al ideal cristiano de los mártires, Roma era simplemente un instrumento del poder de Satanás.
Pero muchos romanos veían el cristianismo como un problema, y no como una elección entre el bien y el mal, sino más bien entre la paz y la discordia. Los “ateos” pertenecientes a la secta de los cristianos perturbaban la Pax romana o “paz de Roma” con su obstinación. La respuesta romana a estos disidentes problemáticos llegó a tomar una de tres formas. Como he señalado, parecía que durante gran parte de los primeros doscientos años de cristianismo, las autoridades romanas mantuvieron una política de persecución limitada por un proceso legal. Si hubo persecución, se llevó a cabo la mayoría de las veces localmente, ya fueran los sucesores del emperador que purgaban la corte de rivales o por la chusma local en las provincias aisladas, a veces –no siempre– con el apoyo del gobernador local. Esta violencia de las turbas creció de lo que Robin Lane Fox ha llamado “romanidad frustrada”. Fue como la llama de persecución cristiana que se encendió esporádicamente contra los judíos en la Edad Media y, de forma más dramática, en el siglo veinte. Finalmente, después de estas primeras dos estrategias que se usaron para controlar a los cristianos, surgió una tercera: una reforma imperial reaccionaria que persiguió sistemáticamente a los cristianos a finales del siglo III y principios del siglo IV.
Más que dar detalles de las diversas persecuciones, sería mejor recordar uno de los más impresionantes relatos del martirio conocido en la Iglesia; el Martirio de Perpetua y Felícitas. Este relato viene de una de las primeras acciones adoptadas por el gobierno de Roma contra el cristianismo, a finales del siglo II y principios del siglo III.
Vibia Perpetua era una joven de África del Norte, “recién casada, de buena familia y buena educación” (Martirio de Perpetua y Felícitas, 2), con alrededor de 20 años y madre de un pequeño niño. Siendo catecúmena, fue arrestada con otros catecúmenos alrededor del año 200 d.C., en una operación por parte de Roma con el fin de desanimar la conversión a la fe cristiana. Entre sus compañeros prisioneros estaba su criada Felicitas.
Mientras estuvo presa Perpetua redactó un diario y por eso tenemos, de primera mano un relato de gran nobleza y trágica belleza del martirio cristiano.
El escrito de Perpetua comienza cuando fue arrestada en su casa. Su padre, que aparentemente no era cristiano, se presentó ante ella y le imploró que renunciase a la fe en Cristo. Ella contestó que no podía hacer lo que le pedía:
“Padre”, le dije, “¿ves el vaso que está ahí, esa olla de agua o lo que sea?”. “Sí, lo veo”, dijo él. Entonces, le dije, “¿podría llamarse con otro nombre?”. Y él dijo, “No”. “Entonces, tampoco yo puedo llamarme distinto a lo que soy: una cristiana”.
(Martirio, 3)

Mientras estuvo en prisión, Perpetua recibió algunas visiones que le daban fortaleza, le anunciaron su muerte y le aseguraron que su muerte sería una victoria para Cristo. Cuando, después de algunos días, volvió a verla, su padre reiteró la súplica:
“Hija”, dijo, “ten piedad de mi edad, ten piedad de mí, tu padre… piensa en tus hermanos, en tu madre, en tu tía; piensa en tu hijo, que no será capaz de sobrevivir si tú te vas. ¡Deja a un lado tu orgullo! ¡De lo contrario, nos destruirás a todos!”. Esta fue la manera en que mi padre habló motivado por su amor por mí. Besó mis manos y se postró delante de mí… Intenté consolarlo, diciéndole: “lo que vaya a suceder en la cámara de los prisioneros será la voluntad de Dios; puedes estar seguro que no estamos solas, sino que estamos en sus manos poderosas”.
(Martirio, 5)

Finalmente, cuando se presentó ante el gobernador romano, aun éste pareció tener piedad de la situación de Perpetua y antes de anunciar la sentencia, también le pidió que reconsiderara su posición:
Hilariano, el gobernador... me dijo: “Ten piedad de las canas en la barba de tu padre. Ten piedad de tu hijito. Ofrece el sacrificio por el bienestar de los emperadores”. Pero le contesté: “No la haré”. ¿Eres cristiana?””, me preguntó Hilariano. Y le dije: “Sí, lo soy.”
(Martirio, 6)

Hay que destacar la intensidad y sinceridad de las emociones expresadas. El padre está abatido y enmudecido por la resolución de su hija; y Perpetua conmovida por la tristeza y lástima de su padre, pero no cambia de parecer. El gobernador parecía razonable, y hasta renuente al castigo. Y a pesar de la barbarie de la condena a ser devorada por las fieras salvajes en una arena pública, hay deleite en la muchedumbre que observa la tortura y la horrible muerte de las víctimas.
Lo que puede deducirse de este texto es la nobleza de los mártires y la profunda confusión que suscitaba su postura decidida. Se tiene la impresión de que, tanto el padre como el gobernador, simplemente no entendían cómo Perpetua prefería entregar su vida que echar unos pocos granos de incienso en el altar de los emperadores. El gobernador impuso su política, pero parecía no tener la complacencia malvada frecuentemente retratada en las películas de cine. Sin embargo, el martirio de Perpetua y Felícitas fue un espectáculo público y la muchedumbre disfrutó de su muerte.
Esta marea de hostilidad oficial contra el cristianismo alcanzó su apogeo en las reformas conservadoras de los emperadores Diocleciano y Galerio, en 302–310. Sintiéndose amenazado en las fronteras, Diocleciano inició una amplia reforma cultural para revigorizar el sentido de una romanidad común. Pero la persecución de Diocleciano sirvió para demostrar que el florecimiento del movimiento cristiano no iba a erradicarse fácilmente de la estructura y la rutina de la vida romana cotidiana. Dadas las circunstancias, Galerio cambió su política en el año 311 y emitió un edicto de tolerancia. La prolongada historia de antagonismo estaba llegando a su fin.
Como hemos visto, la oposición entre Roma y el cristianismo raramente estuvo bien definida. Tampoco la política romana fue lo persistentemente agresiva para perseguir a los cristianos. Sin embargo, esta penosa era de sospechas, aislamiento y desconfianzas produjo una poderosa y “persuasiva” ética del martirio. Aun cuando la supervivencia y el continuo crecimiento de los cristianos señalaba que su gran mayoría escapó de una o de otra forma a la persecución, los pocos “atletas de Cristo” establecieron un heroico ideal cristiano que hoy sigue haciendo eco todavía en los cristianos (CIC, 2473). Ignacio de Antioquía proclamó: “Por fin soy un discípulo” cuando se acercó al martirio, ofreciendo así una fuerte imagen de la imitación de Cristo, aun en la muerte. Para Orígenes de Alejandría, el martirio era una clase especial de muerte. Se trataba de morir como “cristiano, religioso, santo”; se trataba de una oportunidad de compartir la obra de la redención, con la firme convicción de que la muerte iba a ser superada por Cristo.
Tejiendo los hilos: el nacimiento de la Iglesia Católica

Los primeros tres siglos del cristianismo estuvieron marcados por el conflicto, tanto interno como externo. Esta época fue para la Iglesia un “bautismo de fuego”. En respuesta a las presiones y desafíos de aquellos que se decían cristianos –Marción, Montano y los gnósticos– y aquellos que vehementemente rechazaron la fe cristiana, como judíos y romanos, las comunidades cristianas poco a poco iban logrando un consenso católico. En los inicios del siglo IV, y a lo largo de todo el imperio, tuvo lugar una especie de Federación de Iglesias Unidas en lo esencial de la fe, el culto y la autoridad. Las Iglesias continuaron creciendo y expandiéndose, hundiendo raíces en la vida y la política del imperio y adquiriendo más y más influencia como fuerza política. Aun cuando probablemente los cristianos no conformaban una mayoría numérica en el imperio, ya se encontraban en todos lados. Además, con gran ánimo y entereza, persuadieron a Galerio para el giro hacia la tolerancia. La situación era propicia para que un diestro político hiciera un digno servicio a su imperio. Este político inteligente fue Constantino, el primer emperador romano cristiano.
Para reflexionar

1. ¿Qué conexiones ves entre la fe judía y la fe cristiana de los católicos?
2. ¿Cómo compararías la predicación del Evangelio en la Era de “la ética del martirio” y en nuestras parroquias católicas de la actualidad?

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