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Capítulo Uno
No recuerdo bien si sucedió en séptimo o en octavo grado, pero yo cursaba la secundaria básica y mi escuela había sido enviada de manera "voluntaria-obligatoria" al campo. "Voluntaria" porque jamás nos dijeron que era obligado asistir a las labores agrícolas; "obligatoria", porque si no ibas te ponían una mancha en el expediente escolar, o sea te marcaban como apolítico, y eso significaba que jamás podrías conseguir el acceso a la universidad, aunque sacaras mejores notas que Einstein.
Nos habían enviado a recoger papas, en un terreno árido lejano de nuestros hogares; el trabajo era rudo, debíamos hurgar con las uñas, desenterrar la papa del fango seco, la tierra reseca se adhería al tubérculo, formando una piedra dura que había que romper con las manos y con las uñas, los dedos sangraban. La mayoría de las niñas, teníamos entre once y doce años, avanzábamos con dificultad por encima de los pedruscos, descalzas, porque no había números pequeños de botas o de tenis para nuestras tallas de pie. Nos levantaban de madrugada, a las cinco daban el de pie, salíamos con la tierra mojada, fría, bajo nuestras plantas, en la medida que el sol recalentaba, la tierra se endurecía y formaba una especie de suela aprisionante que cubría los pies, inmovilizándonos los dedos. Los pies sangraban, los tobillos inflamados, la espalda jorobada y dolorosa, la boca despellejada, mucha tos, ojos legañosos y enfermos, cabezas piojosas.
Serían alrededor de las dos de la tarde, acabábamos de almorzar, y estábamos de vuelta en los surcos sembrados de papas. De súbito, pasó un helicóptero por encima de nuestras cabezas. Los guajiros gritaron que ahí iba Fidel:
"¡Ahí va Fidel! ¡Ahí va Fidel!", se volvieron como locos.
La brigada, compuesta sólo por hembras —a los varones los habían puesto en un campamento aparte, bien lejano del de nosotras—, quedó en stop motion. La maestra gritó que siguiéramos trabajando y levantó la cabeza hacia el cielo, bastante confundida.
El helicóptero volvió a pasar y nos lanzó como unos papelitos de colores. Los papelitos no eran sólo papelitos, lo supimos cuando dieron contra nuestro cráneo como si fueran balines, a riesgo de partirnos la cabeza. Eran caramelos. ¡Caramelos! Hacía años que no veíamos caramelos envueltos en papeles de colores, ni desenvueltos tampoco. De pronto, el desespero se apoderó de nosotras, nos olvidamos del deber y de lo demás, y nos lanzamos como fieras a recoger los caramelos que nos lanzaba aquella piñata de hierro que revoloteaba de un lado a otro. Nos llenábamos los bolsillos, las copas de los ajustadores, los sombreros ; no nos metimos puñados en los oídos porque no cabían. La carencia nos volvió a todos, en pocos años, medio salvajes, y como tal nos comportamos.
Detuvimos el trabajo en contra de la voluntad de los jefes de lote, nos sentamos en los surcos, aplastando aún más los sembrados con las nalgas, y empezamos a masticar caramelos, saboreando el paladar, en pleno trance deleitoso. En eso andábamos, y no pasó media hora, cuando de súbito divisamos en la lejanía un jeep. Todo el mundo reconoció el jeep de Fidel, todavía no lo había sustuído por el Mercedes-Benz blindado; sobre todo porque se trataba de un territorio seguro, el campo, y como campesino al fin, aunque hijo de latifundista, sabía que se encontraba muy bien protegido.
La maestra nos silbó y en un minuto estuvimos alineadas en los surcos. Fidel avanzó hacia nosotros a grandes zancadas, sus acólitos apenas podían seguirle, sudorosos, sofocados.
Se paró a contraluz, su silueta era imponente, parado con las piernas abiertas y los brazos en jarra.
"¡Acérquense!", ordenó, y todas corrimos alegres, como ratoncitas domesticadas, y lo rodeamos risueñas, nerviosas.
"Así que yo les tiro caramelos y ustedes dejan de trabajar. ¿Y si no fuera yo? ¿Y si fuera el enemigo quien les tirara caramelos para engatusarlas? ¿Dejarían de trabajar?"
"¡Nooooo!", respondimos a coro.
Preguntó por la jefa de brigada, una niña levantó la mano, preguntó de nuevo por la responsable de las metas a cumplir, la jefa de producción, otra niña levantó la mano, indagó por la cantidad de sacos de papas llenos, dudó de que sobrecumpliríamos la meta; no paraba de interrogar, se reía como un energúmeno, tenía los dientes cariados, no dejaba de moverse de un lado a otro. Conversó haciéndose el simpático con la maestra, se veía que ella le había gustado, y ella se derretía delante de él.
"Hay otra niña que es la responsable de cultura", pronunció orgullosa la maestra.
Yo la maldije entre dientes; ahora me tocaría hablar, con lo tímida que era.
"¿De cultura?" Fingió que le interesaba. "A ver, ¿quién es?"
Yo salí de detrás de las demás.
"¿Y tú qué haces? Pones aquí a la gente a cantar, a bailar, a mover el esqueleto, ¿no? Con lo flaquita que estás, ¿no comes bien?"
Miré a la maestra antes de responder, ella se había puesto muy seria. Yo organizaba lecturas de poesía, concursos de canto, es cierto; fiestas bailables, pero buscaba siempre la manera de darle un sentido menos frívolo, intentaba que fuesen bailes típicos, canciones de la nueva trova, aunque la gente en aquella época prefería los éxitos del programa radial "Nocturno", que hacía furor y en el que podíamos escuchar los últimos hits del momento salvo en inglés (los Beatles estaban prohibidos, entre otros).
Aunque considero necesaria la frivolidad, en aquella época yo intentaba hacer lo mejor posible mi trabajo, sin buscarme problemas, era sólo una adolescente y cumplía mi deber, respetaba a pie juntillas lo que me habían inoculado en el cerebro desde preescolar. Y es cierto que era una niña flaca, enclenque, de mal comer.
"¿Eres muda?", se echó a reír a carcajadas. "¿Pero cómo puedes ser tú la responsable de cultura?"
Y volvió a carcajearse, en tono burlón, las demás lo secundaron. Me hizo un guiño, y nos dejó plantadas, instándonos a que regresáramos al trabajo mientras él conversaba meloso con la maestra. Al día siguiente me destituyeron y pusieron a otra niña, más desarrollada físicamente, en el cargo de responsable de cultura.
La ficcion Fidel. Copyright © by Zoe Valdes. Reprinted by permission of HarperCollins Publishers, Inc. All rights reserved. Available now wherever books are sold.
Excerpted from La ficcion Fidel by Zoe Valdes
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