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9780307387110

La audacia de la esperanza: Reflexiones sobre como restaurar el sueno americano / The Audacity of Hope

by
  • ISBN13:

    9780307387110

  • ISBN10:

    0307387119

  • Format: Paperback
  • Copyright: 2007-06-19
  • Publisher: Vintage Espanol
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Summary

En LA AUDACIA DE LA ESPERANZA, el senador Obama reflexiona sobre una frase de su discurso que tanto impactó a muchos estadounidenses: "No hay una América negra y una América blanca y una América latina y una América asiática: sólo hay los Estados Unidos de América". En su libro proclama que esa declaración "captura una visión de América por fin libre del pasado de Jim Crow y la esclavitud, de los campos de internamiento de japoneses y de los braceros mexicanos, de las tensiones laborales y de los conflictos culturales, una América que cumple la promesa del doctor [Martin Luther] King de que no seremos juzgados por el color de nuestra piel sino por nuestro carácter". En el corazón de LA AUDACIA DE LA ESPERANZA está la visión del senador Obama de cómo podemos superar nuestras divisiones para enfrentar los problemas concretos. Él examina la creciente inseguridad económica de las familias estadounidenses, las tensiones raciales y religiosas dentro del cuerpo político y las amenazas transnacionales -desde el terrorismo hasta las pandemias- que se congregan más allá de nuestras costas.

Author Biography

Barack Obama es el senador junior del estado de Illinois. Empezó su carrera como organizador comunitario en algunas de las comunidades más pobres de Chicago. Asistió a la Facultad de Derecho de Harvard, dónde fue elegido el primer presidente afro-americano del Harvard Law Review. En 1992, dirigió el proyecto VOTE de Illinois, donde se registraron en el censo 150.000 nuevos votantes. Desde 1997 hasta 2004, fue senador estatal durante tres legislaturas por el South Side de Chicago. Además de sus deberes legislativos, ha sido profesor de derecho constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, ha ejercido como abogado en el campo de los derechos civiles y pertenece al comité de varias organizaciones benéficas.

El Senador Obama vive en el vecindario de Hyde Park en Chicago, con su esposa Michelle y sus dos hijas, Malia y Sasha.

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Excerpts

Capítulo Uno

Republicanos y demócratas

La mayoría de los días entro al Capitolio por el sótano. Me subo a un pequeño tren subterráneo que me lleva desde el edificio Hart, donde está mi despacho, a través de un túnel subterráneo decorado con las banderas y los sellos de los cincuenta estados. El tren se detiene chirriando y yo sigo mi camino, pasando junto a bulliciosos oficinistas, empleados de mantenimiento y a algún ocasional grupo de turistas, hasta los viejos ascensores que llevan al segundo piso. Al salir, me abro camino entre el enjambre de periodistas que habitualmente se congrega allí, saludo a la Policía del Capitolio y entro, por unas señoriales puertas dobles, a la cámara del Senado de Estados Unidos.

La cámara del Senado no es el espacio más bello del Capitolio, pero aun así es imponente. Paneles de seda azul y columnas de mármol finamente veteado decoran las paredes de color pardo. Por encima, el techo forma un cremoso óvalo blanco con un águila americana grabada en el centro. A lo largo de la galería de visitantes, los bustos de los primeros veinte vicepresidentes descansan en solemne reposo.

En las gradas, cien escritorios de caoba están dispuestos en cuatro filas concéntricas con forma de herradura. Algunos de estos escritorios se remontan a 1819 y en todos ellos hay un pequeño receptáculo para tinteros y plumas. Al abrir el cajón de cualquier escritorio dentro encontrará los nombres de los senadores que lo usaron —Taft y Long, Stennis y Kennedy— grabados en la madera o escritos de puño y letra por el propio senador. A veces, cuando estoy en la cámara, me imagino a Paul Douglas o Hubert Humphrey en uno de esos escritorios, instando de nuevo a sus colegas a aprobar la legislación sobre derechos civiles; o a Joe McCarthy, unos pocos escritorios más allá, pasando el pulgar por una lista, dispuesto a empezar a leer nombres; o a Lyndon B. Johnson andando por los pasillos, agarrando solapas y reuniendo votos. En ocasiones me acerco al escritorio en el que una vez se habrá sentado Daniel Webster y lo imagino levantándose ante la abarrotada galería y sus colegas para, con fuego en los ojos, defender con voz de trueno a la Unión contra las fuerzas secesionistas.

Pero esos momentos duran poco. Aparte de los pocos minutos que llevan las votaciones, mis colegas y yo pasamos poco tiempo en la sala del Senado. La mayoría de las decisiones —acerca de cuáles leyes presentar y cuándo hacerlo, sobre cómo se tramitarán las enmiendas y cómo se hará cooperar a los senadores que no quieren cooperar— las han tomado con mucha antelación el líder de la mayoría, el presidente del comité que corresponda, sus gabinetes, y (según el grado de controversia que la propuesta conlleve y la magnanimidad del republicano que esté a cargo de su tramitación) sus homólogos demócratas. Para cuando llegamos a la sala y el secretario empieza a pasar lista, todos los senadores han decidido ya —tras consultar con su gabinete, el líder de su Caucus, cabilderos preferidos, grupos de interés, correos de los electores y tendencias ideológicas— cómo van a votar.

Desde luego, el proceso es eficiente, cosa que les gusta particularmente los senadores, pues sus jornadas duran doce o trece horas diarias y quieren volver cuanto antes a sus despachos a reunirse con sus electores o a devolver llamadas, o quizás tengan que ir a un hotel a cultivar su relación con los donantes o a un estudio de televisión para una entrevista en directo. Sin embargo, si se queda por ahí, puede que vea a algún senador solitario ponerse en pie en su escritorio después de que los demás se hayan marchado, buscando que la presidencia le conceda la palabra. Puede que quiera explicar una propuesta de ley que presenta o que quiera hacer algún comentario general sobre algún desafío al que se enfrenta la nación. Puede que el senador hable henchido de pasión; puede que sus razones —sobre recortes a los programas de ayuda a los pobres, o sobre el obstruccionismo en los nombramientos a puestos de la judicatura, o sobre la necesidad de conseguir la independencia energética— sean sólidas. Pero ese senador habla a una cámara casi vacía: sólo lo escuchan quien esté ejerciendo en esos momentos la presidencia de la cámara, unos pocos ayudantes, el periodista del Senado y el ojo siempre alerta de C-SPAN, la cadena de televisión que transmite las sesiones del Senado. El senador terminará su discurso. Un mensajero de uniforme azul recogerá en silencio la declaración para incluirla en las actas oficiales. Puede que cuando este senador acabe y se marche, entre otra senadora, que a su vez también se pondrá de pie tras su escritorio para pedir la palabra, le será concedida y pronunciará su discurso, repitiendo el ritual.

En el cuerpo deliberativo más importante del mundo, nadie escucha.





Recuerdo el 4 de enero de 2005 —el día en que un tercio del Senado y yo juramos el cargo como miembros del 109º Congreso— envuelto en una bella bruma. Brillaba el sol en un día anormalmente agradable. Mi familia y amigos habían acudido desde Illinois, Hawai, Londres y Kenia y estaban en la abarrotada galería de visitantes del Senado aplaudiendo cuando mis colegas y yo nos pusimos en pie junto a la tarima de mármol y levantamos la mano derecha para jurar el cargo. En la Antigua Cámara del Senado me reuní con mi esposa, Michelle, y nuestras dos hijas para una recreación de la ceremonia y una sesión de fotos con el vicepresidente Cheney (como era de esperar, Malia, que entonces tenía seis años, le dio la mano recatadamente al vicepresidente, mientras que Sasha, que sólo tenía tres, prefirió hacer palmitas con él y luego girarse y saludar a las cámaras). Más tarde las chicas bajaron por la escalera este del Capitolio, con sus vestidos rojos y rosas levantándose suavemente en el aire y las columnas blancas del Tribunal Supremo dibujando un fondo majestuoso para sus juegos. Michelle y yo las tomamos de la mano y los cuatro juntos caminamos hasta la Biblioteca del Congreso, donde nos reunimos con unos cuantos centenares de personas que habían viajado expresamente para felicitarnos. Pasamos las siguientes horas envueltos en un sinfín de apretones de manos, abrazos, fotografías y autógrafos.

A los visitantes que acudieron al Capitolio les debió parecer un día de sonrisas y gracias, de pompa y decoro. Pero aunque todo Washington mostraba entonces su mejor cara, haciendo una pausa colectiva para reafirmar la continuidad de nuestra democracia, seguía habiendo cierta estática en el aire, una sensación de que aquello no iba a durar. Después de que la familia y los amigos volvieran a casa, después de que terminaran las recepciones y el sol se envolviera otra vez en el gris invierno, lo que permaneció en la ciudad fue la certeza de un único y al parecer inalterable hecho: el país estaba dividido y por tanto Washington estaba dividido, más dividido políticamente que en ningún otro momento desde antes de la Segunda Guerra Mundial.

Tanto las elecciones presidenciales como varias mediciones estadísticas parecían apoyar la opinión general. En todo el espectro de temas, los americanos estaban en desacuerdo: disentían sobre Irak, sobre los impuestos, sobre el aborto, las armas, los Diez Mandamientos, el matrimonio homosexual, la inmigración, el comercio, la educación, el medio ambiente, el tamaño del gobierno y el papel de los tribunales. No sólo no nos poníamos de acuerdo, sino que disentíamos vehementemente y ambos bandos tenían elementos radicales que lanzaban todo tipo de invectivas contra sus oponentes sin que nadie les contuviera. Disentíamos respecto al alcance de nuestras diferencias, respecto a la naturaleza de esas diferencias y respecto a las razones por las que teníamos esas diferencias. Todo se podía discutir, fuera la causa del cambio climático o el hecho mismo del cambio climático, el tamaño del déficit o los culpables de que el déficit existiera.

Nada de esto supuso una sorpresa absoluta para mí. Aunque desde lejos, yo había seguido las cada vez más cruentas batallas políticas de Washington: Irán-Contra y Oliver North; la nominación de Bork y Willie Horton; Clarence Thomas y Anita Hill; la elección de Clinton y la revolución de Gingrich; Whitewater y la investigación de Starr; el congelamiento del gobierno y el proceso de destitución del presidente, el escándalo de las papeletas mal perforadas durante las elecciones del 2000 y Bush vs. Gore. Como el resto del público, vi cómo la cultura de la campaña electoral se metastatizaba en todo el cuerpo político y cómo surgía toda una industria del insulto —perpetuo y de algún modo rentable— que se hacía con el dominio de la televisión por cable, los debates de la radio y la lista de más vendidos del New York Times.

Durante ocho años en la legislatura de Illinois había visto cómo se jugaba el juego. Para cuando llegué a Springfield, en 1997, la mayoría republicana del Senado de Illinois había adoptado las mismas reglas que utilizaba Gingrich para mantener un control absoluto sobre la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Privados de la capacidad de conseguir no ya que se debatiera, sino que tan sólo se aprobara la más modesta enmienda, los demócratas gritaban, chillaban y despotricaban y luego veían con impotencia cómo los republicanos aprobaban enormes recortes de impuestos para las empresas, apretaban las tuercas a los trabajadores o eliminaban servicios sociales. Con el tiempo, una furia implacable se extendió en el Caucus Demócrata y mis colegas tomaron nota de todos y cada uno de los abusos y desaires del partido republicano. Seis años después, los demócratas se hicieron con el control de la cámara y a los republicanos no les fue mejor como oposición. Algunos de los más veteranos recordaban con nostalgia los días en que republicanos y demócratas quedaban por las noches para cenar y llegaban a acuerdos frente a un buen bistec y un par de cigarros puros. Pero incluso los veteranos olvidaban pronto esos recuerdos en cuanto se encontraban en el punto de mira de los operativos políticos del otro bando, que inundaban sus distritos con cartas acusándoles de malversación, corrupción, incompetencia y bajeza moral.

No digo que yo fuera un testigo inocente de todo esto. Comprendía que la política era como un deporte de contacto y, por tanto, no me importaban ni los habituales codazos ni el esporádico golpe bajo. Pero mi distrito era totalmente demócrata y eso me ahorró los peores ataques republicanos. En ocasiones me asociaba incluso con mis colegas más conservadores para trabajar en alguna propuesta de ley y jugando una partida de póquer o bebiendo una cerveza podíamos llegar a admitir que teníamos más en común de lo que decíamos públicamente. Lo que quizá explique por qué, a lo largo de todos mis años en Springfield, me aferré a la noción de que la política podía ser distinta, y de que los votantes querían que fuera distinta; que estaban cansados de las distorsiones, de los insultos y de las soluciones de una sola frase a problemas complejos; que si podía llegar a aquellos votantes directamente, si podía formular los temas tal y como los sentía, explicar las opciones de forma tan sincera como fuera capaz, entonces la tendencia natural de la gente hacia el juego limpio y el sentido común haría que se sumasen al proyecto. Si nos arriesgábamos los suficientes, estaba seguro de que no sólo mejoraría la política del país, sino también las decisiones de su gobierno.

Fue con esa predisposición con la que entré a la campaña electoral de 2004 para el Senado de los Estados Unidos. Durante toda la campaña me esforcé por decir lo que pensaba, jugar limpio y centrarme en el contenido de mi mensaje. Cuando gané las primarias demócratas y luego las elecciones generales, en ambas ocasiones con un margen holgado, resultó tentador creer que había demostrado mi tesis.

Pero había un problema: mi campaña había ido tan bien que parecía que hubiera ganado de un golpe de suerte. Los comentaristas políticos tomaron nota de que ninguno de los siete candidatos de las primarias demócratas emitió ningún anuncio negativo en televisión. El candidato más rico de todos —un inversor cuya fortuna era de al menos trescientos millones de dólares— se gastó veintiocho millones de dólares en su campaña, básicamente en un aluvión de anuncios positivos, sólo para venirse abajo en las últimas semanas debido a una demanda de divorcio poco halagüeña que desenterró la prensa. Mi oponente republicano, un rico y buen mozo ex socio de la financiera Goldman Sachs convertido en profesor de la parte pobre de la ciudad, atacó mi historial desde el principio pero antes de que su campaña pudiera tomar impulso le tumbó también un escándalo de divorcio. Viajé por Illinois durante casi un mes entero sin que nadie me atacase y luego me escogieron para pronunciar el discurso principal de la Convención Nacional Demócrata —diecisiete minutos en directo, sin interrupciones, en televisión nacional. Y por último el Partido Republicano de Illinois, de forma incomprensible, escogió como mi oponente a Alan Keyes, un ex candidato a la presidencia que jamás había vivido en Illinois y que sostenía posturas tan radicales e intransigentes que hasta los republicanos conservadores le tenían miedo.

Excerpted from La Audacia de la Esperanza: Reflexiones Sobre Cómo Restaurar el Sueño Americano by Barack Obama
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