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Capítulo Uno
¿Voluntad de Dios?
«Cuando un papa muere, hacemos otro.» Así reza un dicho popular en Roma. Y ahí estuvieron particularmente ocupados en 1978. Ése fue el año de tres papas. La muerte del papa Pablo VI el 6 de agosto de 1978 sorprendió a muy pocos observadores del Vaticano. En realidad, al iniciarse el decimosexto año de su pontificado, algunos reporteros empezaron a escribir en tiempo pasado. El papado de su sucesor, Albino Luciani, quien adoptó el nombre de Juan Pablo I, fue diferente.
Un mes después de su elección, Albino Luciani recibió un extenso y muy detallado informe preliminar, elaborado a petición suya por el cardenal Egidio Vagnozzi, sobre una investigación en torno a las finanzas del Vaticano. Vagnozzi había sido presidente de la Prefectura de Asuntos Económicos de la Santa Sede, ministro de Hacienda o auditor general desde fines de 1967. El papa Juan Pablo I consideró ese informe junto con la información adicional que había obtenido de los cardenales Benelli, Felici y el subsecretario de Estado, el arzobispo Giuseppe Caprio. Tomó varias decisiones que sin duda habrían de tener un drástico efecto en la Iglesia, y notificó las reformas, ya avanzada la tarde del 28 de septiembre, a su secretario de Estado, el cardenal Villot. Horas después Albino Luciani había muerto, y las mentiras y encubrimientos en torno a la muerte del papa de los treinta y tres días habían comenzado.
Esa muerte dejó atónitos a los cardenales. Al reunirse en Roma en octubre para elegir a un nuevo papa, muchos estaban visiblemente alarmados. Albino Luciani—el papa Juan Pablo I—había sido asesinado.1 Ningún cardenal pronunció esa conclusión en público, por supuesto; la línea oficial decretada por el secretario de Estado, el cardenal Jean Villot, se mantuvo más o menos firme durante el periodo de tres meses de sede vacante (trono vacío). Sin embargo, se hacían preguntas tras las puertas de la congregación general; la muerte del papa era tan siniestra como políticamente importante: de acuerdo con la constitución del Vaticano, todas las reformas de Luciani morirían con él a menos que su sucesor decidiera aplicarlas. Estaban en juego cuestiones tan relevantes como la disciplina en el interior de la Iglesia, la evangelización, el ecumenismo, la colegialidad, la paz mundial y un tema que preocupaba entonces a la mayoría de los cardenales: las finanzas eclesiásticas. 2 El hombre al que habían elegido había promovido de inmediato una investigación sobre ese asunto; ahora estaba muerto.
El cardenal Bernardin Gantin expresó los temores y confusiones de muchos cuando observó: «Andamos a tientas en la oscuridad». El cardenal Giovanni Benelli, un hombre que había estado particularmente cerca del «papa sonriente», no hizo el menor intento de ocultar lo que pensaba: «Estamos aterrados». Muchos cardenales estaban conmocionados no sólo por la súbita muerte de un hombre perfectamente sano de sesenta y tantos años de edad, sino también por las orquestadas mentiras propaladas por Villot y sus subordinados. Sabían que en el Vaticano se había puesto en marcha una simulación.
En Roma, en informes extraoficiales a reporteros, la maquinaria del Vaticano inventó rápidamente tres historias sobre el difunto papa. La primera—que alegaba mala salud—fue minuciosamente examinada en En nombre de Dios, al igual que la segunda maniobra, que intentaba demoler los notables talentos de Luciani y reducirlo a un sonriente papanatas. «En realidad es una bendición que haya muerto tan pronto; habría sido una vergüenza para la Iglesia.» Este ataque contra el difunto papa fue montado en particular por miembros de la curia romana. Como en el caso de las mentiras sobre su salud, muchos medios de comunicación cayeron en el engaño y reportajes directamente inspirados en esa desinformación aparecieron en la prensa de todo el mundo.
La tercera historia fue una perogrullada tradicional. La obra de Luciani estaba hecha: el Señor se lo había llevado. Así lo dijo el cardenal Siri: «( ) esta muerte no es un completo misterio ni un suceso totalmente oscuro. En treinta y tres días este pontífice completó su misión. ( ) Con un estilo muy cercano al Evangelio, puede decirse que el papa Juan Pablo I inició una época. Lo hizo, y luego se marchó silenciosamente».
Parecidas fueron las palabras del cardenal Timothy Manning: «( ) dijo lo que tenía que decir, y después abandonó el escenario». Otros príncipes de la Iglesia adoptaron una posición distinta:
¿Por qué las mentiras sobre su muerte? ¿Todas esas tonterías sobre operaciones? ¿Por qué mienten acerca de quién encontró el cadáver del papa? ¿Por qué las mentiras sobre lo que estaba leyendo? ¿Cuál es la verdad acerca de los cambios que iban a ocurrir a la mañana siguiente? ¿Los cambios en el Banco del Vaticano?
Villot obstruyó estas y muchas otras preguntas. Su encubridora respuesta, la de que «fue voluntad de Dios», convenció a muy pocos. La gélida reacción del cardenal Benelli fue: «Pensé que había sido voluntad de Dios que el cardenal Luciani fuera elegido». ¿El Señor lo había dado y el Señor lo había quitado?
En la ciudad del Vaticano, para la elección del nuevo papa se pusieron en marcha la intriga, la venganza, el rumor, el contra rumor y el linchamiento moral de costumbre. La curia fue implacable en su tarea de asegurar lo más posible que todos los rivales de su candidato, el reaccionario arzobispo de Génova, el cardenal Siri, quedaran en el olvido. Pero mientras arrasaba con la oposición, también organizaba estrategias de defensa por si su candidato no era elegido.
Antes de partir en el vuelo de las 7.30 a Roma desde Varsovia el 3 de octubre, Karol Wojtyla, el arzobispo de Cracovia, Polonia, interrumpió su programa de actividades para que le practicaran un electrocardiograma y llevar consigo los resultados. Esto habría podido parecer una medida de extremada prudencia en un cardenal que apenas había atraído un puñado de votos en el cónclave de agosto. Pero Wojtyla sabía que el Vaticano estaba propalando mentiras sobre el historial médico del difunto papa. Habría sido aún más fácil esparcir rumores sobre la salud de un candidato, y en especial de uno como él, cuyo historial médico revelaba un patrón de enfermedades. Ciertamente, algunos colegas de Wojtyla vieron sus acciones como señales de que sabía que no regresaría a Cracovia.
El Poder y la Gloria
Excerpted from El Poder y la Gloria: La Historia Oculta del Papado de Juan Pablo II by David Yallop
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