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9780312638306

Marcada Una Casa de la Noche Novela

by ;
  • ISBN13:

    9780312638306

  • ISBN10:

    0312638302

  • Format: Paperback
  • Copyright: 2009-10-27
  • Publisher: St. Martin's Griffin
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Summary

Entra en el oscuro y mgico universo de La Casa de la Noche, un mundo muy parecido al nuestro, salvo porque aqu los vampiros siempre han existido. Despus de ser «marcada», la joven Zoey se une a La Casa de la Noche, una escuela donde se entrenar para convertirse en un vampiro adulto. Eso, si consigue superar el Cambio; y no todos los marcados lo logran. Es un rollo comenzar una nueva vida, en especial lejos de sus amigos. Adems Zoey no es la tpica iniciada. La diosa vampira Nyx la ha elegido como alguien especial. Pero no es la nica iniciada de La Casa de la Noche con poderes especiales. Cuando descubre que la lder de las Hermanas Oscuras, el grupo de lite de la escuela, abusa de los dones concedidos por la diosa, Zoey debe buscar en su interior el valor para abrazar su destino... Con algo de ayuda de sus nuevos amigos vampiros.

Author Biography

P.C. Cast es una premiada autora de novelas de romance fantástico y paranormal, así como una experimentada oradora y docente. Su hija, Kristin Cast, ha recibido premios por su poesía y su labor periodística.

Table of Contents

1
Justo cuando pensaba que el día no podía ir peor, vi al tipo muerto de pie junto a mi casillero. Kayla hablaba sin parar con su habitual parloteo y ni siquiera se percató de su presencia. Al principio. En realidad, ahora que lo pienso, nadie más se fijó en él hasta que habló, lo cual es, por desgracia, una prueba más de mi extraña incapacidad para encajar.
—No, de verdad, Zoey, te juro por Dios que Heath no estaba tan borracho después del partido. En serio, no deberías ser tan dura con él.
—Ya —contesté de forma distraída—. Claro. —Entonces tosí. De nuevo. Me sentía como la mierda. Debía estar cayendo bajo lo que el señor Wise, mi “más que un poco loco” profesor de biología avanzada llamaba la Plaga Adolescente.
Si moría, ¿me libraría eso del examen de geometría de ma­ñana? Solo quedaba esa esperanza.
—Zoey, por favor. ¿Acaso me estás escuchando? Creo que sólo se tomó unas cuatro, no sé, quizá seis cervezas y tal vez unos tres tragos. Pero en realidad eso no importa. Es probable que no hu­biera tomado casi nada si tus estúpidos padres no te hubiesen obligado a volver a casa después del partido.
Compartimos una mirada de resignación, en total acuerdo so­bre la última injusticia cometida contra mí por mi madre y el perdedor con el que se había casado hacía tres largos años. Luego, tras una pausa de apenas un suspiro, K siguió con su parloteo.
—Además, estaba celebrándolo. ¡Me refiero a la victoria sobre los de Unión! —K me sacudió el hombro y acercó su cara a la mía—. ¡Hola! Tu novio...
—Mi casi novio —corregí, haciendo todo lo posible por no to­ser en su cara.
—Lo que sea. Heath es nuestro quarterback, así que es normal que lo celebre. Hacía como un millón de años que Broken Arrow no ganaba a Unión.
—Dieciséis. —Soy lo peor en matemáticas, pero los problemas de K con los números hacen que yo parezca un genio.
—Está bien, lo que sea. El caso es que estaba contento. Deberías dejar al chico en paz.
—El caso es que estaba hasta el culo por quinta vez al menos esta semana. Lo siento, pero no quiero salir con un tipo cuyo principal objetivo en la vida ha cambiado de querer jugar al fútbol universitario a intentar engullir un pack de seis cervezas sin vomitar. Por no hablar del hecho de que se va a poner gordo con tanta cerveza. —Tuve que parar para toser. Me sentía un poco mareada y me obligué a respirar lenta y profundamente cuando pasó el ataque de tos. K, con su parloteo, ni se dio cuenta.
—¡Aj! ¡Heath gordo! No es algo que una quiera ver.
Me las arreglé para evitar nuevas ganas de toser.
—Y besarlo es como chupar pies empapados en alcohol.
K arrugó el gesto.
—Sí, enferma. Qué pena que esté tan bueno.
Puse los ojos en blanco, sin molestarme en intentar ocultar mi enfado ante su típica superfi cialidad.
—Siempre estás de mal humor cuando te pones enferma. Da igual, no tienes ni idea de la cara de perrito abandonado que Heath tenía cuando lo ignoraste en la comida. Ni siquiera pudo...
Entonces lo vi. El tipo muerto. Sí, me di cuenta enseguida que no estaba técnicamente “muerto”. Era un no muerto. O un no humano. Lo que fuera. Los científicos decían una cosa, la gente decía otra, pero al fi nal el resultado era el mismo. No había con­fusión sobre qué era él, e incluso aunque no hubiera sentido el poder y la oscuridad que emanaban de él, no había maldita forma de que me pasase desapercibida su Marca, una luna creciente de color azul zafiro en la frente, además del tatuaje de nudos entrelaza­dos que enmarcaba sus ojos igualmente azules. Era un vampyro. Era algo peor, un rastreador.
Pues, joder, estaba ahí de pie junto a mi casillero.
—¡Zoey, que no me estás haciendo caso!
Entonces el vampyro habló y sus ceremoniales palabras fl uy­eron a través del espacio que nos separaba, peligrosas y seducto­ras, como sangre mezclada con chocolate derretido.
—¡Zoey Montgomery! La Noche os ha escogido, vuestra muerte será vuestro renacer. La Noche os llama, escuchad su dulce lla­mada. ¡El destino os aguarda en La Casa de la Noche!
Levantó un dedo largo y pálido y me señaló. Con el estallido de dolor en mi frente, Kayla abrió la boca y gritó.
Cuando las manchas brillantes desaparecieron al fin de mis ojos, levanté la mirada hacia el rostro sin color de K, que me observaba.
Como de costumbre, dije la primera tontería que se me vino a la cabeza.
—K, los ojos se te salen como los de un pez.
—Te ha marcado. ¡Oh, Zoey! ¡Tienes el perfil de esa cosa en la frente! —Entonces se llevó la mano temblorosa a sus blancos la­bios e intentó, sin éxito, contener un sollozo.
Me incorporé y tosí. Tenía un tremendo dolor de cabeza y me froté el entrecejo. Notaba una punzada, como si me hubiera pic-ado una avispa y el dolor se iba extendiendo alrededor de los ojos y bajaba hasta mis mejillas. Me sentía como si fuese a vomitar.
—¡Zoey! —K ahora sí que lloraba y hablaba entre pequeños hipos húmedos—. Oh... Dios... mío. Ese tipo era un rastreador. ¡Un rastreador de vampyros!
—K. —Guiñé los ojos con fuerza, en un intento de despejar el dolor de cabeza—. Deja de llorar. Ya sabes que odio que llores. — Estiré los brazos para intentar tranquilizarla tocándole los hom­bros.
Ella se encogió de forma instintiva y se alejó de mí.
No podía creerlo. Se había apartado, como si me tuviese miedo. Debió ver el dolor en mis ojos, porque al momento empezó de nuevo con su cháchara incesante.
—¡Oh, Dios, Zoey! ¿Qué vas a hacer? No puedes ir a ese lugar. No puedes ser una de esas cosas. ¡Esto no está pasando! ¿Con quién se supone que voy a ir ahora a los partidos de fútbol?
Me percaté de que no se había acercado a mí en ningún mo­mento durante su arranque. Me aferré a ese sentimiento de dolor y malestar en mi interior que amenazaba con hacerme romper a llorar. Mis ojos se secaron al instante. Era buena ocultando las lágrimas. Tenía que serlo, había tenido tres años para practicar.
—No pasa nada. Lo solucionaré. Es probable que no sea más que un... extraño error —mentí.
En realidad no conversaba, tan solo hacía que salieran palabras de mi boca. Todavía haciendo una mueca por el dolor de cabeza, me puse en pie. Al mirar a mi alrededor tuve una ligera sensación de alivio al ver que K y yo éramos las únicas en el salón de matemáti­cas y tuve que contener lo que sabía que era una risa histérica. Si no hubiese estado totalmente atacada con el dichoso examen de geometría que tenía al día siguiente, razón por la que había cor­rido hacia mi casillero para recoger el libro con la intención de intentar estudiar de forma obsesiva (e inútil) por la noche, el ras­treador me hubiese encontrado frente a la escuela con la mayoría de los 1,300 chicos que iban al Instituto Sur de Secundaria de Bro­ken Arrow, esperando a lo que el estúpido clon de Barbie que tengo por hermana llama “la gran limusina amarilla”. Tengo un coche, pero estar allí con los menos afortunados que tienen que ir en los autobuses es la tradición, por no mencionar que es una ex­celente manera de observar quién está seduciendo a quién. Por lo que parecía, tan solo había otro chico en el salón de matemáticas; un tonto alto y delgado con los dientes torcidos, de los que por desgracia tenía un primer plano porque estaba allí de pie con la boca abierta, y mirándome como si yo acabase de dar a luz a una piara de cerdos voladores.
Tosí de nuevo, en esta ocasión una tos realmente húmeda y desagradable. El tonto emitió un leve chillido y se escabulló por la sala hacia el aula de la señora Day, aferrando un fino tablero con­tra su huesudo pecho. Supongo que el club de ajedrez había cam­biado su hora de reunión a los lunes después de clase.
¿Juegan los vampyros al ajedrez? ¿Había vampyros tontos? ¿Y qué hay de porristas vampyras tipo Barbie? ¿Tocaba algún vam­pyro en la banda? ¿Había vampyros Emo con su raro estilo “chico con pantalón de chica” y esos horribles fl equillos cubriéndoles media cara? ¿O eran todos esos extraños chicos góticos a los que no les gustaba demasiado lavarse? ¿Me iba a convertir en una chica gótica? O peor, ¿en una Emo? No me gustaba particularmente ir de negro, al menos no solo de negro, ni sentía una repentina aver­sión hacia el agua y el jabón, ni tampoco tenía un deseo obsesivo de cambiar mi peinado y llevar demasiado lápiz de ojos.
Todo esto se arremolinaba en mi cabeza mientras sentía que otro pequeño ataque de risa histérica intentaba escapar de mi gar­ganta, y casi estuve agradecida cuando salió en forma de tos.
—¿Zoey? ¿Estás bien? —La voz de Kayla sonaba demasiado alta, como si alguien la pellizcase, y se había alejado otro paso de mí.
Suspiré y sentí mi primera semilla de ira. Yo no había pedido nada de esto. K y yo habíamos sido las mejores amigas desde ter­cero y ahora me miraba como si me hubiese transformado en un monstruo.
—Kayla, soy yo. La misma de hace dos segundo y hace dos horas y hace dos días. —Hice un gesto de frustración hacia el do­lor punzante de mi cabeza—. ¡Esto no cambia quién soy!
Los ojos de K se llenaron otra vez de lágrimas, pero, afortun­adamente, su teléfono comenzó a sonar con el Material Girl de Madonna. De forma automática, miró el identificador de llamada. Adiviné por su expresión de cordero degollado que se trataba de su novio, Jared.
—Ya —dije con voz floja y cansada—. Vete a casa con él.
Su mirada de alivio fue como una bofetada en la cara.
—¿Me llamas luego? —lanzó por encima del hombro, mientras emprendía una rápida retirada por la puerta lateral.
La observé correr por el césped del lado este hacia el estaciona­miento. Pude ver cómo llevaba el teléfono móvil aplastado contra la oreja y hablaba con Jared en pequeñas y animadas ráfagas. Estoy segura de que ya le estaba contando que me estaba convirtiendo en un monstruo.
El problema, por supuesto, era que convertirse en un monstruo era la más atractiva de mis dos opciones. Opción número uno: me convierto en un vampyro, que es igual que un monstruo para cualquier ser humano. Opción número dos: mi cuerpo rechaza el cambio y muero. Para siempre.
Así que las buenas noticias eran que no tendría que hacer el examen de geometría al día siguiente.
Las malas noticias eran que tendría que mudarme a La Casa de la Noche, un internado privado en la periferia del centro de Tulsa, conocido por todos mis amigos como Escuela de Adiestramiento Vampýrico, en la que pasaría los próximos cuatro años sufriendo extraños e innombrables cambios físicos, así como un cambio de vida radical y permanente. Y todo eso solo si aquel proceso no me mataba.
Genial. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Tan solo quería intentar ser normal, a pesar de la carga que suponían mis padres ultraconservadores, el trol que tenía por hermano pequeño y mi “soy tan perfecta” hermana mayor. Quería aprobar geometría. Quería seguir teniendo notas altas para que me aceptasen en la escuela de veterinaria de la Ohio State y largarme de Broken Ar­row, Oklahoma. Pero, por encima de todo, quería encajar; al me-nos en la escuela. Lo de mi casa era una tarea imposible, así que lo único que me quedaba eran mis amigos y mi vida lejos de la fa­milia.
Ahora también se me estaba arrebatando eso.
Me froté la frente y luego me revolví el pelo hasta que casi me cubrió los ojos y, con un poco de suerte, la Marca que había apa­recido sobre ellos. Me apresuré hacia la puerta que conducía al esta­cionamiento de alumnos con la cabeza gacha, como si estuviera fascinada con la porquería que se había acumulado en mi bolso.
Pero me detuve poco antes de salir. A través de los cristales que se juntaban en las puertas de aspecto institucional podía ver a Heath. Las chicas se arremolinaban a su alrededor, haciendo poses y lanzando el pelo al aire, mientras que los chicos daban ridículos acelerones a sus enormes camionetas e intentaban (y en la mayoría de los casos fracasaban) parecer geniales. ¿Quién iba a pensar que yo elegiría sentirme atraída por eso? No, en honor a la verdad debo recordarme a mí misma que Heath solía ser in­creíblemente dulce, e incluso tenía sus momentos. La mayoría de ellos cuando tenía el detalle de estar sobrio.
Las risillas tontas y agudas de las chicas llegaban revoloteando hasta mí desde el estacionamiento. Genial. Kathy Richter, el putón de la escuela, intentaba dar un manotazo a Heath. Incluso desde mi posición era obvio que ella pensaba que golpearle era una especie de ritual de apareamiento. Como de costumbre, el des­pistado Heath no hacía otra cosa que quedarse allí sonriendo. Bueno, qué diablos, mi día no iba a ir mucho mejor. Y ahí estaba mi Volkswagen Escarabajo color turquesa de 1966, justo en medio del grupo. No. No podía salir ahí. No podía caminar entre ellos
con esta cosa en la frente. Nunca más podría volver a formar parte de ellos. Sabía demasiado bien lo que harían. Recordé al último chico al que un rastreador había elegido en el Instituto Sur de Se­cundaria.
Sucedió al inicio de curso del año pasado. El rastreador había venido antes del comienzo de las clases y había identifi cado al chico cuando se dirigía a su primera hora de clase. No pude ver al rastreador, pero vi al chico después, durante un instante, después de que soltara sus libros y saliera corriendo del edificio, con la Marca brillando en su pálida frente y las lágrimas empapando sus blanquísimas mejillas. Nunca olvidaré lo abarrotados que habían estado los pasillos aquella mañana y cómo todo el mundo se había apartado de él como si tuviera la peste cuando corrió para huir por la puerta principal de la escuela. Yo había sido uno de esos chicos que se apartaron de su camino y se lo quedaron mirando, a pesar de que sentía auténtica lástima por él. Lo único que no quería era ser etiquetada como “esa chica que es amiga de esas cosas ex­trañas”. Ahora resulta bastante irónico, ¿verdad?
En vez de ir hacia mi coche, me dirigí hacia el baño más cercano, que por suerte estaba vacío. Había tres puertas de inodoro. Sí, com­probé cada una por si había pies. En una pared había dos lavabos, sobre los cuales colgaban dos espejos de tamaño medio. Frente a los lavabos, la pared opuesta estaba cubierta por otro enorme espejo que tenía una repisa debajo para dejar los cepillos, el maquillaje y qué sé yo qué más. Puse el bolso y el libro de geometría en la repisa, respiré hondo y de un solo movimiento levanté la cabeza y me puse el pelo hacia atrás.
Era como mirar a la cara de un desconocido que te es familiar. Ya sabes, esa persona que ves entre la multitud y que jurarías que conoces, pero que en realidad no es así. Ahora esa persona era yo: la desconocida familiar.
Tenía mis mismos ojos. Eran del mismo color avellana que nunca podía decirse si tendía al verde o al marrón, pero mis ojos nunca habían sido tan grandes y redondos. ¿O sí? Tenía el mismo pelo que yo. Largo y liso y casi tan oscuro como había sido el de mi abuela antes de que empezara a volverse canoso. La desconocida tenía mis mismos pómulos elevados, mi nariz larga y fuerte y mi boca ancha; más rasgos heredados de mi abuela y de sus ancestros cheroqui. Pero mi cara nunca había sido así de pálida. Siempre había tenido un tono oliváceo, con la piel más oscura que nadie de mi familia. Aunque tal vez no era que mi piel estuviese de repente muy blanca... Quizá solo parecía pálida en contraste con el contorno azul oscuro de la luna creciente perfectamente situada en el centro de mi frente. O quizá era aquella horrible luz fluorescente. Esperaba que fuera por la luz.
Observé el tatuaje de aspecto exótico. Unido a mis fuertes ras­gos cheroqui, parecía otorgarme un toque salvaje... como si perteneciese a un tiempo antiguo en el que el mundo era más grande... más primitivo.
A partir de aquel día mi vida no volvería a ser la misma. Y por un momento —solo un instante— me olvidé del miedo a no en­cajar y sentí un inesperado arrebato de placer, mientras muy den­tro de mí la sangre de la gente de mi abuela se regocijaba.
 
Excerpted from marcada by P. C. Cast y Kristin Cast.
Copyright © 2009 by P. C. Cast y Kristin Cast.
Published in Noviembre 2009 by St. Martin's Press.
All rights reserved. This work is protected under copyright laws and reproduction is strictly prohibited. Permission to reproduce the material in any  manner or medium must be secured from the Publisher.

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Excerpts

1
Justo cuando pensaba que el día no podía ir peor, vi al tipo muerto de pie junto a mi casillero. Kayla hablaba sin parar con su habitual parloteo y ni siquiera se percató de su presencia. Al principio. En realidad, ahora que lo pienso, nadie más se fijó en él hasta que habló, lo cual es, por desgracia, una prueba más de mi extraña incapacidad para encajar.
—No, de verdad, Zoey, te juro por Dios que Heath no estaba tan borracho después del partido. En serio, no deberías ser tan dura con él.
—Ya —contesté de forma distraída—. Claro. —Entonces tosí. De nuevo. Me sentía como la mierda. Debía estar cayendo bajo lo que el señor Wise, mi “más que un poco loco” profesor de biología avanzada llamaba la Plaga Adolescente.
Si moría, ¿me libraría eso del examen de geometría de ma­ñana? Solo quedaba esa esperanza.
—Zoey, por favor. ¿Acaso me estás escuchando? Creo que sólo se tomó unas cuatro, no sé, quizá seis cervezas y tal vez unos tres tragos. Pero en realidad eso no importa. Es probable que no hu­biera tomado casi nada si tus estúpidos padres no te hubiesen obligado a volver a casa después del partido.
Compartimos una mirada de resignación, en total acuerdo so­bre la última injusticia cometida contra mí por mi madre y el perdedor con el que se había casado hacía tres largos años. Luego, tras una pausa de apenas un suspiro, K siguió con su parloteo.
—Además, estaba celebrándolo. ¡Me refiero a la victoria sobre los de Unión! —K me sacudió el hombro y acercó su cara a la mía—. ¡Hola! Tu novio...
—Mi casi novio —corregí, haciendo todo lo posible por no to­ser en su cara.
—Lo que sea. Heath es nuestro quarterback, así que es normal que lo celebre. Hacía como un millón de años que Broken Arrow no ganaba a Unión.
—Dieciséis. —Soy lo peor en matemáticas, pero los problemas de K con los números hacen que yo parezca un genio.
—Está bien, lo que sea. El caso es que estaba contento. Deberías dejar al chico en paz.
—El caso es que estaba hasta el culo por quinta vez al menos esta semana. Lo siento, pero no quiero salir con un tipo cuyo principal objetivo en la vida ha cambiado de querer jugar al fútbol universitario a intentar engullir un pack de seis cervezas sin vomitar. Por no hablar del hecho de que se va a poner gordo con tanta cerveza. —Tuve que parar para toser. Me sentía un poco mareada y me obligué a respirar lenta y profundamente cuando pasó el ataque de tos. K, con su parloteo, ni se dio cuenta.
—¡Aj! ¡Heath gordo! No es algo que una quiera ver.
Me las arreglé para evitar nuevas ganas de toser.
—Y besarlo es como chupar pies empapados en alcohol.
K arrugó el gesto.
—Sí, enferma. Qué pena que esté tan bueno.
Puse los ojos en blanco, sin molestarme en intentar ocultar mi enfado ante su típica superfi cialidad.
—Siempre estás de mal humor cuando te pones enferma. Da igual, no tienes ni idea de la cara de perrito abandonado que Heath tenía cuando lo ignoraste en la comida. Ni siquiera pudo...
Entonces lo vi. El tipo muerto. Sí, me di cuenta enseguida que no estaba técnicamente “muerto”. Era un no muerto. O un no humano. Lo que fuera. Los científicos decían una cosa, la gente decía otra, pero al fi nal el resultado era el mismo. No había con­fusión sobre qué era él, e incluso aunque no hubiera sentido el poder y la oscuridad que emanaban de él, no había maldita forma de que me pasase desapercibida su Marca, una luna creciente de color azul zafiro en la frente, además del tatuaje de nudos entrelaza­dos que enmarcaba sus ojos igualmente azules. Era un vampyro. Era algo peor, un rastreador.
Pues, joder, estaba ahí de pie junto a mi casillero.
—¡Zoey, que no me estás haciendo caso!
Entonces el vampyro habló y sus ceremoniales palabras fl uy­eron a través del espacio que nos separaba, peligrosas y seducto­ras, como sangre mezclada con chocolate derretido.
—¡Zoey Montgomery! La Noche os ha escogido, vuestra muerte será vuestro renacer. La Noche os llama, escuchad su dulce lla­mada. ¡El destino os aguarda en La Casa de la Noche!
Levantó un dedo largo y pálido y me señaló. Con el estallido de dolor en mi frente, Kayla abrió la boca y gritó.
Cuando las manchas brillantes desaparecieron al fin de mis ojos, levanté la mirada hacia el rostro sin color de K, que me observaba.
Como de costumbre, dije la primera tontería que se me vino a la cabeza.
—K, los ojos se te salen como los de un pez.
—Te ha marcado. ¡Oh, Zoey! ¡Tienes el perfil de esa cosa en la frente! —Entonces se llevó la mano temblorosa a sus blancos la­bios e intentó, sin éxito, contener un sollozo.
Me incorporé y tosí. Tenía un tremendo dolor de cabeza y me froté el entrecejo. Notaba una punzada, como si me hubiera pic-ado una avispa y el dolor se iba extendiendo alrededor de los ojos y bajaba hasta mis mejillas. Me sentía como si fuese a vomitar.
—¡Zoey! —K ahora sí que lloraba y hablaba entre pequeños hipos húmedos—. Oh... Dios... mío. Ese tipo era un rastreador. ¡Un rastreador de vampyros!
—K. —Guiñé los ojos con fuerza, en un intento de despejar el dolor de cabeza—. Deja de llorar. Ya sabes que odio que llores. — Estiré los brazos para intentar tranquilizarla tocándole los hom­bros.
Ella se encogió de forma instintiva y se alejó de mí.
No podía creerlo. Se había apartado, como si me tuviese miedo. Debió ver el dolor en mis ojos, porque al momento empezó de nuevo con su cháchara incesante.
—¡Oh, Dios, Zoey! ¿Qué vas a hacer? No puedes ir a ese lugar. No puedes ser una de esas cosas. ¡Esto no está pasando! ¿Con quién se supone que voy a ir ahora a los partidos de fútbol?
Me percaté de que no se había acercado a mí en ningún mo­mento durante su arranque. Me aferré a ese sentimiento de dolor y malestar en mi interior que amenazaba con hacerme romper a llorar. Mis ojos se secaron al instante. Era buena ocultando las lágrimas. Tenía que serlo, había tenido tres años para practicar.
—No pasa nada. Lo solucionaré. Es probable que no sea más que un... extraño error —mentí.
En realidad no conversaba, tan solo hacía que salieran palabras de mi boca. Todavía haciendo una mueca por el dolor de cabeza, me puse en pie. Al mirar a mi alrededor tuve una ligera sensación de alivio al ver que K y yo éramos las únicas en el salón de matemáti­cas y tuve que contener lo que sabía que era una risa histérica. Si no hubiese estado totalmente atacada con el dichoso examen de geometría que tenía al día siguiente, razón por la que había cor­rido hacia mi casillero para recoger el libro con la intención de intentar estudiar de forma obsesiva (e inútil) por la noche, el ras­treador me hubiese encontrado frente a la escuela con la mayoría de los 1,300 chicos que iban al Instituto Sur de Secundaria de Bro­ken Arrow, esperando a lo que el estúpido clon de Barbie que tengo por hermana llama “la gran limusina amarilla”. Tengo un coche, pero estar allí con los menos afortunados que tienen que ir en los autobuses es la tradición, por no mencionar que es una ex­celente manera de observar quién está seduciendo a quién. Por lo que parecía, tan solo había otro chico en el salón de matemáticas; un tonto alto y delgado con los dientes torcidos, de los que por desgracia tenía un primer plano porque estaba allí de pie con la boca abierta, y mirándome como si yo acabase de dar a luz a una piara de cerdos voladores.
Tosí de nuevo, en esta ocasión una tos realmente húmeda y desagradable. El tonto emitió un leve chillido y se escabulló por la sala hacia el aula de la señora Day, aferrando un fino tablero con­tra su huesudo pecho. Supongo que el club de ajedrez había cam­biado su hora de reunión a los lunes después de clase.
¿Juegan los vampyros al ajedrez? ¿Había vampyros tontos? ¿Y qué hay de porristas vampyras tipo Barbie? ¿Tocaba algún vam­pyro en la banda? ¿Había vampyros Emo con su raro estilo “chico con pantalón de chica” y esos horribles fl equillos cubriéndoles media cara? ¿O eran todos esos extraños chicos góticos a los que no les gustaba demasiado lavarse? ¿Me iba a convertir en una chica gótica? O peor, ¿en una Emo? No me gustaba particularmente ir de negro, al menos no solo de negro, ni sentía una repentina aver­sión hacia el agua y el jabón, ni tampoco tenía un deseo obsesivo de cambiar mi peinado y llevar demasiado lápiz de ojos.
Todo esto se arremolinaba en mi cabeza mientras sentía que otro pequeño ataque de risa histérica intentaba escapar de mi gar­ganta, y casi estuve agradecida cuando salió en forma de tos.
—¿Zoey? ¿Estás bien? —La voz de Kayla sonaba demasiado alta, como si alguien la pellizcase, y se había alejado otro paso de mí.
Suspiré y sentí mi primera semilla de ira. Yo no había pedido nada de esto. K y yo habíamos sido las mejores amigas desde ter­cero y ahora me miraba como si me hubiese transformado en un monstruo.
—Kayla, soy yo. La misma de hace dos segundo y hace dos horas y hace dos días. —Hice un gesto de frustración hacia el do­lor punzante de mi cabeza—. ¡Esto no cambia quién soy!
Los ojos de K se llenaron otra vez de lágrimas, pero, afortun­adamente, su teléfono comenzó a sonar con el Material Girl de Madonna. De forma automática, miró el identificador de llamada. Adiviné por su expresión de cordero degollado que se trataba de su novio, Jared.
—Ya —dije con voz floja y cansada—. Vete a casa con él.
Su mirada de alivio fue como una bofetada en la cara.
—¿Me llamas luego? —lanzó por encima del hombro, mientras emprendía una rápida retirada por la puerta lateral.
La observé correr por el césped del lado este hacia el estaciona­miento. Pude ver cómo llevaba el teléfono móvil aplastado contra la oreja y hablaba con Jared en pequeñas y animadas ráfagas. Estoy segura de que ya le estaba contando que me estaba convirtiendo en un monstruo.
El problema, por supuesto, era que convertirse en un monstruo era la más atractiva de mis dos opciones. Opción número uno: me convierto en un vampyro, que es igual que un monstruo para cualquier ser humano. Opción número dos: mi cuerpo rechaza el cambio y muero. Para siempre.
Así que las buenas noticias eran que no tendría que hacer el examen de geometría al día siguiente.
Las malas noticias eran que tendría que mudarme a La Casa de la Noche, un internado privado en la periferia del centro de Tulsa, conocido por todos mis amigos como Escuela de Adiestramiento Vampýrico, en la que pasaría los próximos cuatro años sufriendo extraños e innombrables cambios físicos, así como un cambio de vida radical y permanente. Y todo eso solo si aquel proceso no me mataba.
Genial. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Tan solo quería intentar ser normal, a pesar de la carga que suponían mis padres ultraconservadores, el trol que tenía por hermano pequeño y mi “soy tan perfecta” hermana mayor. Quería aprobar geometría. Quería seguir teniendo notas altas para que me aceptasen en la escuela de veterinaria de la Ohio State y largarme de Broken Ar­row, Oklahoma. Pero, por encima de todo, quería encajar; al me-nos en la escuela. Lo de mi casa era una tarea imposible, así que lo único que me quedaba eran mis amigos y mi vida lejos de la fa­milia.
Ahora también se me estaba arrebatando eso.
Me froté la frente y luego me revolví el pelo hasta que casi me cubrió los ojos y, con un poco de suerte, la Marca que había apa­recido sobre ellos. Me apresuré hacia la puerta que conducía al esta­cionamiento de alumnos con la cabeza gacha, como si estuviera fascinada con la porquería que se había acumulado en mi bolso.
Pero me detuve poco antes de salir. A través de los cristales que se juntaban en las puertas de aspecto institucional podía ver a Heath. Las chicas se arremolinaban a su alrededor, haciendo poses y lanzando el pelo al aire, mientras que los chicos daban ridículos acelerones a sus enormes camionetas e intentaban (y en la mayoría de los casos fracasaban) parecer geniales. ¿Quién iba a pensar que yo elegiría sentirme atraída por eso? No, en honor a la verdad debo recordarme a mí misma que Heath solía ser in­creíblemente dulce, e incluso tenía sus momentos. La mayoría de ellos cuando tenía el detalle de estar sobrio.
Las risillas tontas y agudas de las chicas llegaban revoloteando hasta mí desde el estacionamiento. Genial. Kathy Richter, el putón de la escuela, intentaba dar un manotazo a Heath. Incluso desde mi posición era obvio que ella pensaba que golpearle era una especie de ritual de apareamiento. Como de costumbre, el des­pistado Heath no hacía otra cosa que quedarse allí sonriendo. Bueno, qué diablos, mi día no iba a ir mucho mejor. Y ahí estaba mi Volkswagen Escarabajo color turquesa de 1966, justo en medio del grupo. No. No podía salir ahí. No podía caminar entre ellos
con esta cosa en la frente. Nunca más podría volver a formar parte de ellos. Sabía demasiado bien lo que harían. Recordé al último chico al que un rastreador había elegido en el Instituto Sur de Se­cundaria.
Sucedió al inicio de curso del año pasado. El rastreador había venido antes del comienzo de las clases y había identifi cado al chico cuando se dirigía a su primera hora de clase. No pude ver al rastreador, pero vi al chico después, durante un instante, después de que soltara sus libros y saliera corriendo del edificio, con la Marca brillando en su pálida frente y las lágrimas empapando sus blanquísimas mejillas. Nunca olvidaré lo abarrotados que habían estado los pasillos aquella mañana y cómo todo el mundo se había apartado de él como si tuviera la peste cuando corrió para huir por la puerta principal de la escuela. Yo había sido uno de esos chicos que se apartaron de su camino y se lo quedaron mirando, a pesar de que sentía auténtica lástima por él. Lo único que no quería era ser etiquetada como “esa chica que es amiga de esas cosas ex­trañas”. Ahora resulta bastante irónico, ¿verdad?
En vez de ir hacia mi coche, me dirigí hacia el baño más cercano, que por suerte estaba vacío. Había tres puertas de inodoro. Sí, com­probé cada una por si había pies. En una pared había dos lavabos, sobre los cuales colgaban dos espejos de tamaño medio. Frente a los lavabos, la pared opuesta estaba cubierta por otro enorme espejo que tenía una repisa debajo para dejar los cepillos, el maquillaje y qué sé yo qué más. Puse el bolso y el libro de geometría en la repisa, respiré hondo y de un solo movimiento levanté la cabeza y me puse el pelo hacia atrás.
Era como mirar a la cara de un desconocido que te es familiar. Ya sabes, esa persona que ves entre la multitud y que jurarías que conoces, pero que en realidad no es así. Ahora esa persona era yo: la desconocida familiar.
Tenía mis mismos ojos. Eran del mismo color avellana que nunca podía decirse si tendía al verde o al marrón, pero mis ojos nunca habían sido tan grandes y redondos. ¿O sí? Tenía el mismo pelo que yo. Largo y liso y casi tan oscuro como había sido el de mi abuela antes de que empezara a volverse canoso. La desconocida tenía mis mismos pómulos elevados, mi nariz larga y fuerte y mi boca ancha; más rasgos heredados de mi abuela y de sus ancestros cheroqui. Pero mi cara nunca había sido así de pálida. Siempre había tenido un tono oliváceo, con la piel más oscura que nadie de mi familia. Aunque tal vez no era que mi piel estuviese de repente muy blanca... Quizá solo parecía pálida en contraste con el contorno azul oscuro de la luna creciente perfectamente situada en el centro de mi frente. O quizá era aquella horrible luz fluorescente. Esperaba que fuera por la luz.
Observé el tatuaje de aspecto exótico. Unido a mis fuertes ras­gos cheroqui, parecía otorgarme un toque salvaje... como si perteneciese a un tiempo antiguo en el que el mundo era más grande... más primitivo.
A partir de aquel día mi vida no volvería a ser la misma. Y por un momento —solo un instante— me olvidé del miedo a no en­cajar y sentí un inesperado arrebato de placer, mientras muy den­tro de mí la sangre de la gente de mi abuela se regocijaba.
 
Excerpted from marcada by P. C. Cast y Kristin Cast.
Copyright © 2009 by P. C. Cast y Kristin Cast.
Published in Noviembre 2009 by St. Martin's Press.
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